Si
no lo digo, reviento. Cincuenta años después de escucharlo por primera vez, aún
me estremezco al escuchar las notas del Ave
Satani, de Jerry Goldsmith, eso sí, convenientemente remasterizada. Esta
sólo es una de las virtudes que adornan esta precuela de La profecía, de Richard Donner. Más allá de eso, se puede destacar
el altísimo ritmo de inquietud que se imprime a esta historia que nos descubre
la historia de la desconocida madre del niño Demian. Después del debido
planteamiento, no hay escena en la que no haya algo enormemente turbador, o
terriblemente tenso, o espantosamente temido. Y eso es muy difícil en una
película de terror que no cae en los errores habituales del género en los
últimos tiempos.
Y es que la
conspiración para instalar el reino del Anticristo en los vivos arranca desde
mucho antes de aquella decisión tomada por el embajador estadounidense en Roma
de adoptar un niño recién nacido después de que su hijo natural se
malograse…aunque, tal vez, no fue exactamente así. Es cierto que hay alguna que
otra escena que no queda demasiado ajustada porque, con toda probabilidad, el
montaje quiso añadir más precipitación, pero se perdona porque llega un momento
en que, en la propia sala de cine, comienza a sentirse que la oscuridad posee
personalidad propia. Se mueve, se siente y se llega a sentar al lado en la
butaca contigua. También no es menos cierto que, al final, decae ligeramente,
pero, aún así, mantiene el pánico presentido y que todo, de alguna manera,
cuadra con lo que vimos hace cinco décadas. El Diablo se hizo carne y ya el
miedo nunca volvió a ser lo mismo.
En esta ocasión, nos
movemos por los turbios terrenos de la iglesia más rancia, deseosa de instalar
los deseos del maligno a través de su propio mesías y que, además, aquello no
se hizo realidad al primer intento. El Diablo, ya se sabe, se introduce en
aquellas almas que más puras pueden ser. Y sus obras salen del mismo fuego y de
la misma rabia contra Dios. En unos tiempos en los que la fe es un bien en
desuso, la bestia campa por sus respetos. La primera víctima es la propia
iglesia que, en su lado más oculto, acoge a todos aquellos que hacen de ella
una cueva de maldad y de ignominia.
Curtida en mil batallas
televisivas, la directora Arkasha Stevenson consigue una película llena de
brío, con muchas ganas de contar y, para ello, se agarra con fuerza al
esforzado y notable trabajo de Nell Tiger Free como la novicia que se traslada
a Roma para tomar los hábitos definitivos y que se mueve temerosa por los
rincones tenebrosos de una iglesia que ha perdido el centro de su fe y busca
nuevas fórmulas para enganchar a un mundo descreído y turbulento, que está
destruyendo sus valores a conciencia. Por supuesto, hay referencias conocidas y
algún que otro personaje al que se explica con más paciencia que en su
aparición en la película original. Stevenson no alcanza una historia redonda y
sin fisuras, pero no cabe duda de que hay oficio y de que el intento, en una
mirada general, es más que notable.
No está de más echarse
un vistazo a las desventuras del Embajador Thorne, aquel personaje interpretado
por Gregory Peck, antes de acercarse a ver este explicado y repleto de
crispación capítulo primero de la venida del demonio al mundo. Quizá así se
tenga una visión a vista de cancerbero de lo que son las puertas del infierno. Basta
con hacerse preguntas ante lo inexplicable de algunos comportamientos y en no
olvidar que el seis de junio, a las seis de la mañana, lo imposible se
convierte en verdad absoluta. Como los quejidos de las voces en eco de los
centenares de templos que adornan una ciudad como Roma. Si conseguimos
separarlos, encontraremos que en uno de ellos se profiere el alarido que da
comienzo a la era del caos.
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