Pasar una película del
papel al fotograma suele ser una tarea ardua y bastante ingrata. Lo saben bien
los integrantes del equipo de La vieja
milla que deben trasladar el rodaje de su película desde New Hampshire
hasta Vermont porque los habitantes del lugar exigían más de la cuenta. Así
que, con algo de metraje ya rodado, todo empieza de nuevo en medio de las
montañas. Sin embargo, los problemas se suceden. El actor protagonista es
incapaz de mantener la cremallera de la bragueta cerrada, la actriz
protagonista dice que no va a hacer un desnudo a pesar de que lo ha hecho en
películas anteriores y los habitantes de ese pueblecito no son tan tranquilos
como aparentan. A eso hay que añadir que el director es un tipo sin ningún
escrúpulo que está dispuesto a llegar a donde sea con tal de terminar la
película. Menos mal que por allí, y por cortesía de la producción, anda el
guionista, que es el único que pone algo de sentido común en esa merienda de
blancos. Por supuesto, el sentido de común está frecuentemente interrumpido por
la verborrea imparable del productor, que sólo mira los números y se echa las
manos a la cabeza. Ya ha costado bastante el traslado. Ahora, encima, hay que
lidiar con las tonterías de los actores y los caprichos de los lugareños.
Podría parecer que, a
primera vista, ésta es una película más que habla sobre el rodaje de otra
película. Así, es fácil imaginarse que va a visitar un buen puñado de lugares
comunes con otras historias de parecido corte, pero no es así. Detrás de todo
ello, está la pluma y la dirección de David Mamet y nos encontramos con una
trama brillante, excepcionalmente bien engarzada, sin estereotipos de ninguna
clase, sin acudir a los chistes fáciles de sexo y funcionando bien a todos los
niveles, edificando con seguridad una comedia inteligente, sin fisuras, sin
asomo de predictibilidad y con un reparto excepcional, destacando Philip
Seymour Hoffman en la piel del guionista que asiste, algo atónito, a la locura
que se desata, Rebecca Pidgeon, Alec Baldwin, Sarah Jessica Parker y un
estupendo William Macy tratando de dar forma a una película que tiene todas las
papeletas para fracasar antes de salir de la lata.
Por supuesto, Mamet
aprovecha la ocasión para decirle dos o tres verdades a Hollywood en plena cara
y lo hace con elegancia. Tal vez por eso es una película que permanece
totalmente olvidada y fuera de los circuitos habituales de exhibición, pero
merece la pena porque es sincera, es divertida (más de sonrisa que de
carcajada), es honesta y pone en solfa la ridiculez de un mundo que contamina
todo lo que toca. Quizá, salvando un poco las distancias, recuerda bastante a
aquella otra que Alan Alda dirigió consigo mismo como protagonista y al lado de
Michael Caine, Michelle Pfeiffer y Lillian Gish con el título de Dulce libertad.
Así que motor rodando, cámara y acción. Hay que tratar de aislarlo todo de los caprichos tontos de la gente tonta. Y esa abunda en todas partes. No es necesario buscarla solo en los barrios más altos de Beverly Hills. También existen en un tranquilo y precioso pueblo de Vermont. Quizá sea lo más abundante en este mundo. Y una película, con toda la gente que trae, con toda la parafernalia y trabajo que supone, puede ser la mecha perfecta para prender el fuego de la fama…sí, es eso que tanto atrae y que tanto enferma a cualquier persona que nació normal…
No hay comentarios:
Publicar un comentario