viernes, 8 de octubre de 2021

LOS GRITOS DEL SILENCIO (1984), de Roland Joffe

 

El horror sólo se puede narrar si se ve de cerca. El periodismo de guerra necesita algún guía para que moverse por un país en descomposición sea un poco más fácil. Sin embargo, es difícil encontrar otra limpieza tan cruel y tan terrible como la que realizaron los Khmeres Rojos de Pol Pot en la Camboya de los años setenta. En esas condiciones, la vida no vale absolutamente nada. Se arrebata en un abrir y cerrar de ojos. Se aprieta un gatillo y ya está. Y cuando se emprende la huida, puedes acabar nadando en un mar de cadáveres, de esqueletos pidiendo piedad, del odio más encarnizado y repleto de ira. Por supuesto, los americanos tienen su parte de culpa, y no dudan en abandonar sus pretensiones sobre el Sureste Asiático dejando a su suerte a todos los que habían confiado en ellos detrás de un rastro infernal de bombas. Pero las matanzas se sucedieron y los comunistas dejaron dos millones de muertos en su política de represión sin límites. Y todo esto se narra desde el punto de vista de un reportero que no era, precisamente, sospechoso de tendencias derechistas como Sidney Schanberg, del New York Times.

Lo cierto es que los gritos del silencio se elevan en esa tierra en la que parece haberse instalado el apocalipsis dentro de un paisaje de muerte y destrucción. Y todos, con un frágil hilo de esperanza, seguimos a ese intérprete llamado Dith Pran, que decide quedarse, a riesgo de su vida, con Schanberg para acompañarle y que sea posible contar al mundo lo que allí estaba ocurriendo. La matanza impresionante se extiende por todos los rincones del país y ya no hay otro objetivo más que la supervivencia. Pran, como ciudadano camboyano, no tiene ningún derecho más que a morir. Y esos gritos mudos resultarán atronadores.

No cabe duda de que uno ve esta película y acaba sobrecogido, incrédulo ante tanta exhibición de exterminio, de absoluto desprecio hacia la vida humana. Y, de alguna manera, es una historia que ha ido cayendo en el olvido cuando es algo que debería permanecer en la memoria de todos. Las interpretaciones de Sam Waterston como Schanberg y Haing S. Ngor como Pran son realistas e intensas, profundas y horrorizadas. La dirección de Roland Joffé no sólo se centra en los impensables hechos sino también en la relación de amistad de los dos hombres porque conserva el acierto de ofrecer la historia desde ambos puntos de vista. John Malkovich realiza un espléndido trabajo mientras retrata la realidad y la fotografía de Chris Menges llega a ser mágica. Y es que el asombro también forma parte del equipo técnico.

Tal vez, un abrazo jamás haya significado tanto como en esta película. La sensación de tener siempre la vida al filo del abismo debería acallar muchas voces demagógicas y partidistas que siempre se olvidan de que las dictaduras, vengan de donde vengan, son todas iguales. Aquí, un cuenco de arroz significa un día más pisando la tierra. Y un simple disparo siembra los campos de la muerte de cadáveres sin nombre, desaparecidos sin patria, miradas sin respuesta y la certeza de que nunca debería repetirse algo así.

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