viernes, 22 de octubre de 2021

EL PRECIO DE LA MUERTE (1968), de Carol Reed

 

Fingir la propia muerte tiene unos cuantos inconvenientes aunque, en principio, parezca la mejor solución para cobrar una póliza de vida de unos cuantos ceros. Sólo se trata de convencer, huir a España y esperar allí a la chica de tus sueños con un buen fajo de billetes que permita una muerte…digo, una vida cómoda y sin preocupaciones. Sin embargo, hay un pequeño problema. Un investigador de la compañía de seguros está dispuesto a jugar al gato y al ratón y también anda por los alrededores de Málaga. Es un tipo con cierta agudeza y consigue poner nervioso a Rex Black, que es el fulano que ha decidido poseer un certificado de defunción sin morir. Tanto es así, que hasta la chica parece que cae presa de los encantos del investigador. Cuidado. Así es cómo empiezan los incendios.

Y es que ella comienza a ver quién es realmente su marido cuando él cambia de identidad. Una contradicción causada, con toda probabilidad, por los números de la cuenta corriente. Antes de eso, era un hombre bastante honesto, con un cierto amor por el riesgo y apasionadamente enamorado. Después, ya se sabe, la ambición por querer más es algo que acaba por destruir cualquier personalidad. En las cercanías, ese molesto investigador que siempre hace unas preguntas que hacen pensar que sabe más de lo que parece y que pone nervioso al más osado. Y no deja de ser un atrevimiento invitar al tipo que te investiga para compartir el sol español, el mar apacible y la apariencia de ser un australiano que se ha enamorado de la viuda reciente.

Totalmente olvidada, Carol Reed dirigió esta película que combina con rigor el suspense y el humor, con tres intérpretes eficaces y, de alguna manera, divertidos como Laurence Harvey, Lee Remick y Alan Bates. Un triángulo de difícil solución si la meta es el dinero. Con estupendas localizaciones en Málaga y rodada en un esplendoroso color, quizá sea un relato tortuoso sobre el alcance de la redención, o sobre los peligros de compartir unos días de vacaciones despreocupadas con el hombre que te persigue, o sobre la felicidad que siempre causa la infelicidad de otros. Es hora de ponerse bajo el sol y ver la dirección que toman los cangrejos y disfrutar de una película que contiene grandes cantidades de energía.

Siempre es atractivo ver cómo alguien juega en tono bajo mientras el ratón se vuelve cada vez más oscuro y agresivo. Hay que ir con mucho cuidado. Cualquier paso en falso se puede girar en contra. Está muy lejos de esa obra maestra que es El tercer hombre, que también dirigió Carol Reed, pero no deja de ser una historia que divierte en todas sus facetas, con la ambigüedad presente en buena parte del metraje. Quizá haya alguna que otra incoherencia en el argumento, pero eso se disculpa con facilidad. No como una póliza de seguros en la que hay que insistir en sus circunstancias porque no es ninguna broma lo que se cobra. Puede que las arenas de playas españolas tengan un buen puñado de respuestas para que la estafa se aclare de una forma que nadie espera.

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