Dos niñatos ociosos
deciden practicar el viejo, viejísimo juego de espiar al vecino. Esta vez, la
tecnología está de su parte. Uno de ello tiene el dinero y los medios para
hacerlo. El otro posee el empuje y algún que otro motivo más. La víctima, en
esta ocasión, es ese vecino cascarrabias con más años que el tabaco que sólo
sale de vez en cuando a la compra y que vive sólo en una buena casa a la que no
deja entrar a la policía. Seguro que ese tipo tiene algo que esconder. Así que,
haciendo gala de tontería juvenil, instalan cámaras en el interior de la casa y
se disponen a vigilarlo en todo lo que hace, dice o reacciona. Apasionante. Un
experimento sin igual.
Sin embargo, hay algo
desconcertante en todo el asunto. El viejo no reacciona de una forma normal
ante los estímulos que, astutamente, han colocado los dos zagales. Quieren que
el anciano decrépito huya espantado ante una puerta que se abre y se cierra
misteriosamente, o que muestre algún signo de pánico con el que alimentar sus
risotadas estúpidas. Pero no es así. El individuo en cuestión no reacciona del
todo y no saben por qué. El destino se alía con la casualidad y entonces es
cuando aparece la tragedia. Uno de los chavales incluso tendrá algo parecido al
remordimiento. El otro…ha encontrado una forma de recompensa.
No cabe duda de que, en
un principio, esta película puede llegar a irritar en algunos pasajes.
Muchísimas secuencias vistas a través de una supuesta cámara de vídeo, el
comportamiento gamberro e impune de dos muchachos que no saben hacia dónde
mirar, el misterio que rodea al anciano que, en el fondo, es absolutamente
comprensible…James Caan se encarga de dotar de equilibrio a la película con su
estupenda interpretación y todo cobra cierto sentido cuando la verdad se hace
evidente. No hay que espiar a nadie. Asomarse a la ventana del vecino es,
además de un acto de soberana mala educación, una violación flagrante de la
intimidad. Lo que ocurre en una casa de puertas para adentro no le importa a
nadie. No debe importar a nadie. No puede importar a nadie. Es así de sencillo.
Tal vez, en los rincones de la soledad se quiera ver lo que no existe y los recuerdos se agolpen en tal cantidad que parecen las imágenes de esa televisión que siempre está encendida. El dolor, en muchas ocasiones, es un visitante que no se quiere ir y condiciona todos los actos que se pueden llegar a hacer. Y, a veces, se quiere terminar con él porque no se puede más. Es algo bastante comprensible cuando no se tiene a nadie con quien compartir las inquietudes del invierno de la vida. Tal vez sea mejor que una corriente de aire helado acabe con uno mismo, o que los perros dejen de curiosear en la entrada del jardín. Cuando ya nada tiene importancia, los días son todos iguales y sólo se espera un fin que se hace de rogar. El experimento de los niños puede ser un juguete muy peligroso porque las interpretaciones pueden ser tergiversadas. Y la muerte está ahí mismo, esperando con una sonrisa entre los dientes.
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