Las redes se abren y la
bestia de aguas profundas se introduce en la guarida del lobo para establecer
un punto de vigilancia y espionaje en las mismas orillas del enemigo. El viaje
ha sido largo y los japoneses han echado el cerrojo a su bahía de Tokyo como si
fuera el redil de donde salen todas las furias. Hay que camuflarse bajo la
quilla de sus destructores para engañar radares y trampas, minas y cargas. Los
hombres del Copperfin son valientes,
pero la tensión, en ocasiones, no se domina. Hay que permanecer en silencio en
el fondo, tratando de parecer una roca inmóvil mientras se desarrolla toda la
infraestructura que va a permitir el primer bombardeo en suelo japonés. Y luego
hay que salir rápido, sin dejar huella, con una estela del motor y tres o
cuatro torpedos ante el maldito gato que no quiere dejar escapar al ratón. No
hay nada peor que esperar el estallido de las cargas de profundidad, el
insoportable traqueteo de las ondas expansivas mientras el submarino se va
agrietando, aflojando sus tuercas, separando sus mamparos. Para complicar aún
más las cosas, un muchacho novato sufre de apendicitis y hay que operar.
Maldita guerra. Obliga a convertir en realidad lo que es sencillamente
imposible.
Todos los marineros del
submarino se acuerdan de sus casas, bromean e, incluso, celebran la Navidad.
Eso forma parte del melodrama, pero cuando hay que acudir a los puestos de
combate, no se lo piensan dos veces. La supervivencia es el objetivo principal
y si, de paso, se dejan unos cuantos regalos en las aguas niponas, misión
cumplida. Habrá que correr, habrá que disparar, habrá que guardar un silencio
de muerte, habrá que sudar porque esa es la única manifestación permitida del
miedo. Incluso habrá que recoger a un piloto enemigo del agua para comprobar
que no merece más que el cuerpo se llene de balas. Los torpedos en un disparo
de proa van a poner a prueba la habilidad del capitán y todo se rodea de un
mortecino color metálico a bordo del viaje donde se pusieron ciertas semillas
para el bombardeo de la capital del Japón.
Delmer Daves, uno de esos artesanos que hacía estupendas películas, dirigió Destino: Tokyo con brío, pasando un poco de puntillas por la parte más sentimental y poniendo todo el vigor en las tensas esperas, en las órdenes firmes, en los silencios que aguardan el ruido enemigo. Cary Grant interpreta al capitán de ese submarino que se arriesga en una misión sin límites de audacia y lo hace con algunas secuencias de mérito, con el rostro apropiado y el paternalismo algo trasnochado. John Garfield interpreta al marinero arrojado, fanfarrón, pero indudablemente bravo que se arriesga tanto dentro de la cáscara de nuez como fuera. Por supuesto, toda una nómina de estupendos secundarios se mueven en las salas del Copperfin porque Daves, en una sabia decisión que no hace más que aumentar la inquietud, nunca enseña al enemigo salvo en sus barcos. Las maquetas son antiguas, pero efectivas y Destino: Tokyo es una de esas películas de propaganda que salieron muy bien durante los años de la Segunda Guerra Mundial. No cabe duda de que hay que dar la orden de elevar el periscopio y atisbar atentamente esta historia que, hoy en día, se erige como un estupendo entretenimiento de sesión de tarde.
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