Las cosas en el campo
se pueden torcer en el momento menos pensado. Se lesiona el quarterback titular, entra el segundo y,
aparte de que es un tipo que no le echa demasiadas ganas, también se lesiona.
Así que entra el tercero, aquel que nunca iba a jugar salvo en algún amistoso,
aquel con el que nadie contaba. Su confianza está bajo cero, pero tiene que
hacerse con la responsabilidad del equipo. A partir de ahí, todo es un infierno
de conspiraciones. El equipo está a punto de no entrar en los playoff, el viejo deporte está en estado
ruinoso, el negocio manda por encima de cualquier otra consideración. La nueva
estrella es el sol en donde se va a apoyar el futuro. Y, de paso, quizá un
traslado a otra ciudad que es capaz de sufragar algo más los gastos del
estadio. Las piezas se mueven, la lealtad es un concepto en desuso. El chaval
se lo cree hasta límites insospechados. La soberbia y la arrogancia están ahí
mismo, haciéndose notar. Mientras tanto, los partidos pasan, las victorias se suceden.
La traición está dentro del cuadro técnico. E incluso hay alguna práctica no
demasiado convencional en el cuadro médico. Éste es el retrato de un domingo
cualquiera en un partido de fútbol americano.
Sin duda, aquel que se
dedique al deporte es consciente de que la presión es algo inherente a su
práctica. Sólo hay dinero si el triunfo es el compañero habitual. Ya se sabe.
El éxito tiene muchos padres, mientras que el fracaso sólo suele tener uno. Se
repiten jugadas, se oyen estrategias, se equivocan las tácticas. El milagro
ocurre, sí, pero sólo muy de vez en cuando. Hay que luchar pulgada a pulgada y,
todas juntas, son las que construyen las victorias. Los trenes chocan y las
secuelas se dejan sentir. Las rodillas, las cabezas, los razonamientos, las
charlas, las arengas, la certeza de que son los nuevos gladiadores que deben de
ofrecer espectáculo para las masas hambrientas de colusiones y violencias. Un touchdown es la vida. Perder el balón es
la desafiante decepción. Y el dinero, sólo el dinero, es lo que mueve el grito,
el fanatismo, la desencajada mueca de la orden desesperada. Luego, quizá, si
todo sale bien y cada uno conserva la cabeza en su sitio, vendrá la dulce
venganza. Y es que los tiempos no siempre están acompasados.
No cabe duda de que
Oliver Stone dirigió con brío y agilidad esta historia de fútbol americano y de
todo el espectáculo que rodea al deporte, con sus cargantes pesos de
negociación, de jugada política y de perversión económica. Rodeado de un gran
reparto con un muy acertado Al Pacino al frente, el director articula un
mosaico de ambiciones a base de golpes, de montaje acelerado y diálogos de
hierro. Nadie está de acuerdo con nada, pero el negocio está ahí y no va a
renunciar ni el más débil. Es el momento de recibir el pase y de correr como
alma que lleva al diablo. Y si se puede saltar ante el placaje del contrario,
entonces el tanto subirá al marcador. Sólo importa la siguiente carrera, el
próximo lanzamiento y cuál será la cabeza que acabará abriéndose delante de
miles de espectadores.
2 comentarios:
Estupenda reseña de la última gran película de Oliver Stone. Mis dieses César!
Saludos.
Gracias por tus palabras. Eso indica que, de vez en cuando, se acierta.
Un saludo.
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