Primero, todo se
disfraza de una operación de seguimiento hacia un supuesto directivo del FBI
que, con toda probabilidad, está pasando y consumiendo material pornográfico.
Más tarde, todo encaja con mayor precisión. Ese tipo, ese jefe que siempre mira
con cara de asco, que ordena todo con una precisión milimétrica y que desconfía
de cualquiera que entre en contacto con él, está pasando información a los
rusos. Los motivos son difíciles de determinar porque, en realidad, el fulano
es un católico devoto que va a misa todos los días y que guarda una estricta
fidelidad familiar. Su vida es un canon inviolable. Su mujer, sus nietos, su
inamovible horario. No hay nada que haga sospechar que es un topo infiltrado. Y
va a ser una prueba de fuego para un agente joven que quiere estar en primera
línea, trabajando por su país en misiones de verdad, mucho más allá de simples
operativos de vigilancia. Espiar es su profesión y quiere ejercerla en primera
división.
Sin embargo, el
espionaje nunca es algo agradable. Hay que traicionar, hurgar en secretos que,
en el fondo, también violan algo de la intimidad propia, correr para que las
cosas cuadren, improvisar en momentos de apuro, fingir algo que no se es e,
incluso, aficionarse a los rezos. La confidencialidad de un trabajo tan
delicado también acaba por afectar a la convivencia y urdir una traición acaba
por ser un auténtico infierno moral y físico.
No cabe duda de que
esta película se sostiene en diversos pilares de cierta solidez. Uno de ellos
es la austeridad con la que está contada, acercando el fondo a la forma del
personaje que interpreta, con su habitual solvencia, Chris Cooper. El despacho
en un sótano, la sospecha de que se hace un trabajo que nadie quiere saber, el
conflicto moral porque la visión se ve deformada por la apariencia son
elementos que ayudan a que la historia tenga algún rasgo de sordidez ética,
como si hacer justicia, en realidad, fuera lo peor. Ryan Philippe también realiza
un excelente trabajo y no cabe duda de que, en algún momento, sabe transmitir
esa sensación de tener la vida avasallada por un jefe que no deja de ser un
tipo que catequiza a quien coge afecto. Aunque ese afecto, de alguna manera,
también esté envenenado.
El director Billy Ray dirige con enorme contención esta película de espías que también se erige como un drama, insistiendo en las razones ocultas del traidor y en esa evidencia que acaba siendo, como siempre, la decepción. La rutina gris y totalmente carente de atractivo de un trabajo basado en la mentira y en el engaño puede llevar a la corrupción del pensamiento y eso es precisamente lo que el espía quiere evitar. La brecha emocional puede llegar a ser irreparable. Y se abre algo más que la propia carne. Se puede servir a un país sin llegar a participar de sus cloacas. Tal vez siendo un trabajador más en una oficina cualquiera que no requiera espiar al jefe de turno y arruinar toda su vida con lo que se pueda llegar a averiguar.
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