Todo cambia cuando se
yergue la barrera invisible con una palabra mágica. El prestigio, la
convivencia, la consideración no valen nada en una sociedad tan enferma que no
puede saber la verdad. El racismo inconsciente se mueve, late y se manifiesta a
cada momento cuando alguien les hace saber que es judío. Y es algo increíble.
Estados Unidos fue uno de los contendientes más fundamentales en la Segunda
Guerra Mundial y colaboró decisivamente en la derrota nazi. Y ahora, con la
paz, de una forma terriblemente endogámica, no hace más que poner obstáculos a
cualquiera que se confiese judío. Ese es el objetivo de un prestigioso escritor
que ha sido contratado por un poderoso periódico para escribir una serie de
artículos sobre el antisemitismo. Para probarlo de primera mano, dirá a todos
que, en realidad, él es judío. Y la actitud de la gente, de una forma refleja y
temible, cambia radicalmente. Ya no es ese escritor de prestigio. Ya no tiene
un sitio en un lugar de la élite. Ya no es americano de pura cepa.
La película, lejos de
ser una obra maestra, se pierde en algunos agujeros sin resolución y pasa de
ser un apasionante estudio de investigación racial a un melodrama que se aleja
un tanto de la pasión. Aún así, es valiente, arriesgada y necesaria porque puso
un espejo delante de todos y preguntó abiertamente si, de verdad, podríamos
decir que ninguno de nosotros es racista y que no tiene nada en contra del que
es diferente, simplemente, por nacimiento. Y la historia no se acobarda cuando
pone de manifiesto que el Holocausto ya se conoce, que todo el mundo está
informado, que se ha luchado por muchas cosas, pero que una de ellas fue la
matanza de los judíos de toda Europa. También es cierto que, en algún momento,
la trama se pierde en referencias de política interior que no es familiar para
el espectador no estadounidense, pero no hay que dejarse llevar por ello. Son
los mismos de siempre, pero con otros nombres. Cualquier pueblo que ha vivido
en democracia sabe cuál es el pulso de la política y hacia dónde decae.
Habría que destacar el
excelente trabajo de Gregory Peck, que interioriza su papel de forma admirable,
dejando que el dolor se amontone en el alma y no en la carne. Por fuera, ese
escritor-periodista no parece afectado por los golpes impresionantes del
rechazo y la marginación, pero hay suficiente sabiduría en su interpretación
como para sentir que sí está sufriendo, que no comprende por qué aún no se han
curado esos prejuicios y que incluso su entorno más cercano cambia su actitud
cuando les cuenta su falsa condición. Al otro lado de la cámara, Elia Kazan
resulta incisivo y algo menos contemplativo que en otras ocasiones, con una
clara vocación de denuncia aunque tratando de recargar las conciencias con
otras cuestiones más propias del melodrama que de la protesta.
El consentimiento de los caballeros es una rígida condición para ser aceptado en sociedad. El poder de las líneas escritas desde la experiencia es el primer paso para que el rigor sea un arma definitiva contra las injusticias y los prejuicios. Siempre desde la objetividad. Siempre desde la serenidad.
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