Leo McCarey sobrecoge
el corazón y arranca de cualquier todas las emociones y sensaciones que están a
medio camino entre el dolor y la dulzura. Sabe dirigir a dos actores
fantásticos, dosificando la ternura de sus miradas, pero, cuando miran, parece
que lo están haciendo directamente a los ojos de quien tiene el privilegio de
verles. Se sufre como un condenado viendo a Deborah Kerr escondiendo lo que no
se puede ocultar porque es una prohibición al amor y a la felicidad. Y no se
puede más que acompañar a Cary Grant intentando descifrar el por qué de la
ausencia de la mujer que ama en lo alto de un rascacielos que sólo existe en
los sueños, pero que se alza, imponente, en la línea del cielo de Nueva York.
¿Por qué después de tanto buscar se niega lo encontrado?
Y quizá todo esto es
porque la elegante, sobria y cuidada dirección de Leo McCarey hace que nos
enamoremos de los dos y que la cámara sólo sea un ojo por el que asoman
nuestras propias lágrimas, y que el color parezca de una suavidad tan cómoda como
el permanecer entre los brazos de la mujer que se ama. Tal vez McCarey obró el
milagro de hacer que la cámara mirase dentro de nosotros mismos, y que Grant y
Kerr fueran los espectadores y que la mujer que amamos tenga un leve pestañeo de
veinticuatro veces por segundo y se llamara cinema y cambie de rostro cada vez
que volvamos a verla y caigamos en el embrujo de su atractivo en todas y cada
una de esas veces.
Aquí, Leo McCarey nos
hizo reír y llorar. Y tengo que pedir disculpas a aquellos que han escrito más
sabiamente sobre él porque sé que estas líneas no aportan nada nuevo. Sólo es
el torpe intento de conseguir una cita con él en algún sitio del cielo (para
que él no tenga que bajar mucho, ni yo subir demasiado) para que me explique su
forma de arrancarme una sonrisa y me descubra a dónde van a parar mis lágrimas.
Sólo porque ahí
delante, en esta historia en la que dos personajes sin rumbo se conocen, se
enamoran, se separan, se pierden e, inevitablemente, se recuperan, se entonó
una melodía que podía estar hecha en clave de tú y yo. Con todos los
instrumentos tratando de encontrar su aire y su mano maestra. Con todos los
sentimientos intentando hallar una razón por la que seguir existiendo. Con
todos los momentos pasados los dos juntos, haciendo de la vida, una eternidad,
y de la eternidad, sólo una vida. Esa misma que hay que seguir viviendo pase lo
que pase, con nuestros ojos entrelazados, con nuestros silencios elocuentes,
con nuestros días repetidos y separados, con nuestros días diferentes y juntos.
El amor es ese cazador furtivo que, muy a menudo, se esconde y se tapa con una
manta para que no sea evidente que exista. Y está ahí. Esperando un último
abrazo que no será más que el primero. Esperando una última mirada que siempre
será la última.
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