James
Bond conduce. Y el clásico Aston Martin se embala por las intrincadas
carreteras de algún lugar de la costa italiana para fundirse con el último
modelo de la marca en un encuentro imposible entre un ayer que se va y un
mañana incierto. Lo impensable se hace realidad y la fiera mirada del agente
secreto retirado se torna más mansa, más sabia, más humana. Tal vez sea hora de
sentar la cabeza y las ruedas chirrían ya demasiado a la vuelta de cada curva,
aunque sea disparando sin tiempo ni época para morir.
James Bond seduce. Y es
posible que no sea más que un cruce de miradas con esa chica cubana de nombre
curioso que sólo comparte balas y evasiones, quedándonos siempre con ganas de
más porque es lo mejor de la historia en una noche de ambientes cargados de
alcohol y de sorpresas inauditas. Todo porque lo invisible es lo temible y 007
ha perdido su número en un abandono incomprensible que casi es una pérdida
irreparable. Una copa de whisky puede ser un brindis adecuado cuando la
aventura acaba. Y no haya, de nuevo, demasiadas oportunidades para morir, una
vez más.
James Bond dispara. Y
las balas parecen más lentas, más pensadas, menos mordientes. Al fin y al cabo,
tenemos todo el tiempo del mundo para que el amor sea lo más breve e intenso
posible. Un guiño en el fondo de un túnel para recuperar lo perdido y mutilar
los planes del villano herido, en una espera inútil de lógica y piedad en el
fondo de unos ojos azules. Quizá haya que cambiarlo todo para que todo siga igual
y, a la vuelta del siguiente recuerdo, aguarden sorpresas que hagan que el
mundo, como siempre, sólo sea una trampa para atrapar al héroe. Y ya es un
obstáculo casi insalvable porque la memoria suele debilitar a los que pierden
la batalla contra el tiempo. No, no hay tiempo para morir. Sólo para matar.
James Bond se despide.
Y Daniel Craig dice adiós con la mano, con una mirada de cariño hacia un
personaje que forma parte de la leyenda y que se resiste como una fiera salvaje
en los recodos del silencio. Por otro lado, Rami Malek encarna al malvado sutil
que no tiene nada que perder y que tampoco tiene tanto que ganar. En el fondo,
Bond debe debatirse en una historia que oscila entre la venganza y la vergüenza
de haber alimentado una bestia en el desarrollo de un arma de consecuencias
imprevistas. Al fondo, en el Caribe, Ana de Armas proporciona los mejores
momentos de la película y la dirección de Cary Joji Fukunaga resulta bastante
acertada en todas las secuencias de acción y en un argumento que, por una vez,
es un poco más enrevesado de lo que suele ser costumbre. Bond es así. Puede que
tenga motivaciones más profundas que conservar un doble cero con licencia para
matar. Aunque no tenga tiempo para morir.
Así que James Bond corre y sufre. Y debe cuidarse esa rodilla que no le funciona demasiado bien, esa edad que escala sin piedad en la medida de su alma y esa estabilidad que parece ansiar en un corazón maltrecho. Puede que ya no tenga pensamiento para cazar los engaños y sólo desee un par de puñetazos para mantenerse en forma y tomarse un Martini con vodka agitado, no removido convenientemente preparado antes de un último vuelco, con la valentía en su traje de etiqueta y la duda instalada en el fondo de su alma. Es lo que ocurre cuando un agente secreto no tiene ya tiempo para morir y debe recorrer las estaciones de la madurez. La vida sigue. Y James Bond tendrá tiempo para comprobar que todo está bien.
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