Es una noche cualquiera
en medio de una gran urbe. En un hotel de la ciudad, ocurre una
insignificancia. Cuatro personajes que marcan el devenir de los tiempos son
huéspedes a la vez. El profesor Albert Einstein, la actriz Marilyn Monroe, el
jugador de béisbol Joe di Maggio y el Senador Joseph McCarthy. Quizá sean unas
cuantas horas de relativismo en estado puro. Las dudas que despierta en su
autor un discurso a favor del pacifismo, el estado de indecisión que destila
una estrella después de rodar la icónica escena del aire surgido del metro en La tentación vive arriba y que ve cómo
su matrimonio se derrumba, la determinación del deportista de hacer un último
lanzamiento para intentar salvar todo lo que más quiere y la obsesión del senador
por demostrar que ese judío científico no es más que otro rojo comunista se
convierten en una lucha por la comprensión en un mundo que ya está de espaldas.
En todos ellos, se esconden miedos muy profundos que se van revelando poco a
poco, según van avanzando las múltiples conversaciones entre ellos. Se
descubren sus tremendas debilidades y el servilismo hacia las apariencias hasta
que, quizá, sólo haya una verdad indiscutible y, tal vez, horrorosa, pero habrá
que hacerle frente igual que a la muerte.
Puede que a Einstein le
persiga la deriva que han tomado todos sus descubrimientos. O que Monroe quiera
sacudirse de encima la etiqueta de rubia tonta y demostrar que ella es capaz de
comprender la teoría de la relatividad. O que Joe McCarthy sea un impotente que
desee exteriorizar toda la frustración que siente recortando las libertades. O
que Joe di Maggio sea una estrella mediática de carácter muy inseguro, con
cierta inclinación a la violencia. Sin embargo, todas esas características son
intercambiables porque esto es una ficción que sólo toma personajes reales
alrededor de una insignificancia. No tiene la más mínima trascendencia. Es sólo
una noche de diálogos. Una obra de teatro que sólo quiere poner de manifiesto
que el pánico habita en todos y cada uno de nosotros y que no importa la altura
en la que se nos ubique.
Michael Emil como
Einstein, Theresa Russell haciendo una auténtica creación como Marilyn Monroe
(una de las mejores que se hayan visto nunca, quizá sólo con el permiso de
Michelle Williams en Mi semana con
Marilyn), Tony Curtis como el Senador McCarthy y Gary Busey, tal vez el
menos indicado, como el gran Joe di Maggio forman un cuadro de obsesiones al
mando de Nicolas Roeg en una película que ha quedado olvidada en el fondo de
muchas memorias. Y merece rescatarse porque, aún con momentos de humor, plantea
algunas cosas interesantes, de cierto calado, sobre el escaparate que forman
las personas, cómo se les ve y cómo se sienten, aunque todo sea una ficción que
se deshaga con la luz del día. Es lo que tiene la fama, buena o mala. Es
efímera. Es traidora. Y es sólo superficial.
Puede, eso sí, que la
película requiera algo de preparación previa por parte del espectador que se
acerque a verla. ¿Está usted preparado?
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