Todos
hemos tenido alguna vez la sensación de que hubiésemos encajado mejor en otra
época. Tal vez, a mí me hubiera gustado bailar con una chica de falda ajustada
bajo los acordes de Glenn Miller, y usted hubiese quedado hechizado por el
ambiente que se generó en el Swinging
London con todas
aquellas faldas cortas, aquellas camisas con chorreras, aquellas permanentes
imposibles o aquellas burdas imitaciones de los modos y maneras de Sean Connery
en la piel del más famoso agente secreto de la historia. Y, aún así, también
habríamos caído en que no todo era tan fantástico, ni tan especial, ni tan
ensoñador.
Al fin y al cabo, la
corrupción y la hostilidad ha imperado desde siempre, sobre todo en las grandes
ciudades. Detrás del humo de los cigarrillos habría algún intento de
aprovecharse de las personas, igual que ahora. Algún atajo para conseguir
dinero fácil a costa de los demás. Alguna fuga de una época que dejó bastantes
flecos sueltos. Hubiera sido, quizá, como mirarnos al espejo para comprobar
que, en el fondo, la infelicidad también iba en busca de unas cuantas víctimas
y que hubiésemos sido candidatos ideales para la desgracia.
Así que no hay nada
como venir de un sueño para entrar en la esquizofrenia, en la alucinación de
una noche pintada de neón en medio de las calles mojadas y expectantes y, lo
que en un principio es una comedia suave de tonos ligeramente románticos se
transforma, por arte de brujería, en pánico inquietante que se abre ante un
abismo de frustración y fracaso. Tal vez, hacer un boceto para un vestido sea
una puerta abierta para los fantasmas. Puede que el deseo de cantar sea algo
tan prescindible como las ganas de olvidar. Lo cierto es que la locura, puntada
a puntada, irá abriéndose paso para dejar una plantada una semilla que va a ser
muy difícil de obviar. La verdad siempre es equívoca y más vale que la música
no deje de sonar.
Edgar Wright dirige con
cierta habilidad esta película que, de alguna manera, también se coloca en los
límites de la realidad. Con excelentes trabajos del original y su reflejo,
estupendas Anya Taylor-Joy y Thomasin McKenzie y con obligatorias y evocadoras
apariciones de auténticos representantes de aquella época como Terence Stamp y
la inolvidable Emma Peel de Los
vengadores, Diana Rigg en la que es su última aparición ante el público al
fallecer a los pocos días de terminado el rodaje, la historia se mueve entre la
fantasía, la imaginación, la inspiración, algún que otro leve derrape sin ruido
y la maldición con cierta gracia, secuestrando la atención y convenciendo de
que las luces, por muy brillantes que sean, pueden conducir directamente hacia
la oscuridad.
Y es que no cabe duda de que la estabilidad mental y la represión sexual juegan un papel importante en la travesía entre realidad y reflejo en un continuo cruzado de líneas que llevan a la originalidad a través de una hábil ambientación. La inquietud, paulatinamente, se va apoderando de las alegres melodías de ese Londres de aureolas frívolamente legendarias y, con dos pintas de cerveza a cuestas, no es fácil encontrar la salida directa a la calle y a la noche en vela. El éxito está esperando a la vuelta de la siguiente pasarela y no hay nada como resucitar algo viejo que estuvo de moda más de lo que creemos. Mientras tanto, querremos caminar por esas calles mojadas, luminosas y misteriosas, que esconden tantos secretos como cuchillos y el pasado, como siempre, tendrá una invitación a punto. Para bailar. Para cortar. Para sentir. Para morir.
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