Una carrera
interminable cuando el Oeste está ya dando sus últimas bocanadas. Pronto, las
cabalgaduras darán paso a las extensas líneas de ferrocarril, a las
motocicletas con sidecar y a los coches. Y el Oeste dejará de oler a polvo para
empezar a apestar a gasolina y a carbón. En cualquier caso, se celebra esa
carrera de resistencia para caballos en la que un puñado de hombres arrojados,
cada uno con sus defectos, se lanzan para el premio final. De entre todos
ellos, uno sobresale y ése es Sam Clayton. Es uno de esos hombres que
combatieron en la Colina de San Juan al lado del Presidente Teddy Roosevelt y
que ha pasado muchas noches al raso de esa tierra de horizontes lejanos. Conoce
a los caballos como a sí mismo y odia a todos aquellos que los maltratan y los
desprecian. No le importa dar un par de lecciones sobre eso a quien lo merezca
porque ya ha estado en muchas peleas y en algún que otro tiroteo. Eso lo sabe
bien su antiguo compañero de armas Luke Matthews que corre sólo y
exclusivamente por una apuesta. Sin embargo, entre ellos hay un código no
escrito de lealtad y de amistad que ninguno de los dos será capaz de romper.
Puede que sí lo haga el impulsivo y estúpido jovenzuelo que cree que puede
ganar a sus mayores. O el estirado lord inglés que trata de demostrar que la
monta británica es más efectiva que la de los vaqueros del Oeste. O, por
supuesto, el caballo oficial de la carrera, montado por un jinete de alquiler,
un semental que vale su peso en oro. Al fondo, a la derecha, está esa dama que
está muy lejos de serlo, pero que sabe apañárselas como nadie. Quizá la
carrera, para ella, sea la última oportunidad para dejar de arrastrarse por los
burdeles a orillas de cualquier estación de tren y empezar a pensar en otras
cosas. Ella es guapa, es inteligente y, además, es decidida. De algún modo, hay
una especie de corriente de cariño entre ella y Sam, pero, tal vez, haya
demasiadas galopadas entre medias.
Richard Brooks dirigió
con precisión esta película de aventuras en la que también pone de manifiesto su
particular código de conducta, con algunos diálogos realmente ingeniosos como
ese encuentro de Matthews con el leñador:
Matthews:
Buenos
días, vecino.
Leñador:
¿Viene
usted a quedarse?
Matthews:
No,
sólo voy de paso.
Leñador:
Entonces
no es mi vecino.
Matthews:
¿Hace
mucho que está aquí?
Leñador:
Desde
que llegué.
Matthews:
Este
camino… ¿hacia dónde va?
Leñador:
Que
yo sepa…a ninguna parte. Siempre ha estado ahí.
Matthews:
¿Está
lejos el pueblo?
Leñador:
No
lo sé. No lo he medido.
Matthews:
Según
parece…usted no sabe mucho.
Leñador:
¿Eh?
Matthews:
Que,
según parece, usted no sabe mucho.
Leñador:
Señor…tiene
usted razón. Soy un ignorante, pero no soy yo el que se ha perdido.
Matthews:
Que
usted lo pase bien.
Si a eso se le añade un extraordinario Gene Hackman, un certero James Coburn, una bellísima Candice Bergen y un plantel de secundarios de primera categoría, la película es buena por mucho que otros hayan querido decir que es mala. Brooks sacó adelante una rodaje algo difícil por el ataque al corazón que sufrió Paul Stewart (siendo un papel bastante importante aparece en las primeras escenas y luego desaparece) obligándose a contratar a Dabney Coleman como su hijo en la ficción para darle todas sus líneas y sus motivaciones. Y no se echa de menos. Merece la pena morder la bala para que el dolor de muelas no sea tan insoportable. Háganme caso.
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