Enzo
Ferrari fue un cúmulo de riesgos y no siempre salió indemne de los desafíos que
quiso afrontar. Su vida podría ser una perfecta mezcolanza de éxito, fracaso,
guerras, armisticios, paces, motores y retos. Quizá en ningún momento pueda
decirse que fuera un hombre feliz. Sin embargo, ahí estuvo, tratando de llegar
más lejos en todas sus facetas. Manteniendo dos familias, haciendo que la rama
deportiva de su marca fuera tan conocida que la línea de turismo fuera deseada
por todos. Se situaba a mil millas del triunfo y era capaz de salvar toda esa
distancia con tal de demostrar que su visión era la correcta.
En principio, podría
pensarse que el nombre de un director como Michael Mann es toda una garantía a
la hora de ir a ver esta película. No es así. Mann también ha hecho películas
mediocres y, desgraciadamente, ha vuelto a hacer una. Su biografía de Enzo
Ferrari peca de tener muy poco interés. Tal vez ese es el riesgo que tiene
abordar la vida de un empresario y es que suelen ser muy aburridos. En el
fondo, nada de lo que le pasa a este señor es demasiado importante para el
espectador. No es más que un individuo ambicioso, que quiso dominar todos los
aspectos de su vida, que se comportó como un chulo con las mujeres que estuvieron
a su lado y que sus descubrimientos de ingeniería automovilística tampoco están
descritos con mucho detalle. Adam Driver hace un buen trabajo en la piel del
magnate y hay que reconocer que Penélope Cruz no lo hace nada mal en un
registro muy cercano al de Anna Magnani, pero no hay mucha velocidad en esta
narración, un tanto desvaída, que trata de dejar bien claro que era un hombre
de cinismo bastante evidente.
La música de Daniel
Pemberton es uno de los alicientes y Michael Mann rueda con cierta pericia las
secuencias de competición, aunque no sean muchas, pero eso no es suficiente
como para aprobar la película ya que se queda a dos o tres décimas del pase y,
desde luego, ni siquiera sirve como ejemplo. Es como si Mann hubiese querido
sumarse al carro de El aviador, de
Martin Scorsese y producida por él mismo y le hubiese salido algo parecido a La casa Gucci, de Ridley Scott. El
resto, con poco de parte de cualquiera, ya se puede intuir.
La combinación de dolor
y finanzas, de prensa y cotilleo, de una carrera imposible realizada por
carreteras de circulación normal de media Italia, de unos coches que han
quedado para la leyenda y del abusivo misterio que el propio Ferrari se
encargaba de esparcir tras sus sempiternas gafas de sol, son sólo elementos mostrados
a media fuerza. Ni siquiera las dramáticas secuencias de los accidentes cuentas
con grafismos de cierta grandeza y pasan por ser dibujos animados trágicos. Sus
consecuencias son obviadas y tampoco se cuenta el agobio o la despreocupación
que pudo haber sentido el jefe de la casa del caballo rampante cuando fue acusado de
negligencia en el accidente que costó la vida a nueve personas, cinco de ellas,
niños de corta edad.
Se puede prescindir de todo esto. Puede que la prolongada exhibición de falta de ideas del cine comience a dar signos de agotamiento en su reiterado recurso hacia las películas biográficas. A lo mejor, es que ya no quedan vidas interesantes que contar y Michael Mann, ese mismo que dirigió Heat, haya decidido pasarse de frenada y dejar que los cilindros de su motor se atasquen con una historia inane, sin alma ninguna, sin emoción, un ingrediente que no debería faltar en ninguna película de estas características, y, sobre todo, con una alarmante apariencia de falta de ganas.
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