Aunque se le podría
encuadrar dentro de la llamada Segunda
generación de la televisión al lado de nombres como Sidney Pollack o Stuart
Rosenberg, lo cierto es que Norman Jewison fue una especie de verso suelto
porque, quizá, le faltara un toque de “autor” a su filmografía. Sin embargo,
eso, que puede verse con cierto menosprecio, no lo es en absoluto porque
Jewison demostró que era un hombre oportuno, capaz de hacerse cargo de
cualquier proyecto con las suficientes garantías como para asegurar que un buen
producto iba a salir de su talento.
Jewison, después de una
notable experiencia en televisión, da el salto a la dirección cinematográfica
en 1962 con Soltero en apuros, una comedia con Tony Curtis, bastante amable,
sobre un ejecutivo que se va a pasar el día con su hija a Disneylandia y la
chica es, cuando menos, un poco díscola desatando una serie de situaciones
bastante comprometidas. No obstante, sí que se puede apreciar ya en esta primera
película un mimo en la imagen combinado con una dirección correctísima, sin
incurrir en ningún error narrativo y con ganas de ofrecer una película cuidada
y entretenida.
Con este bagaje, no se
tarda en ver que podría ser un director ideal para dirigir los juguetes cómicos
pensados para Doris Day y se hizo responsable de la primera comedia de
teléfonos blancos sin Rock Hudson en el reparto con Su pequeña aventura, con James Garner acompañando a la rubia y
hacendada ama de casa que, de repente, salta a la fama por grabar un anuncio
intrascendente. Con el éxito en el bolsillo, nuevamente dirige a Doris Day,
esta vez sí con Rock Hudson, en la que pasa por ser, posiblemente, la mejor
película de la pareja, aunque no la más famosa, como es No me mandes flores, sobre un hombre que, por error, cree que está
enfermo terminal y busca desesperadamente un novio futuro para su esposa.
Vuelve con Garner para
hacer una comedia que tenía su aquél como es El arte de amar y el propio Jewison comienza a pensar que es hora
de un cambio y dejar de lado la comedia amable. La oportunidad, esa palabra que
siempre le acompañó, le hizo una visita memorable cuando Sam Peckinpah fue
despedido en pleno rodaje de El rey del
juego, con Steve McQueen, Ann Margret y un inmenso Edward G. Robinson.
Jewison termina la película con maestría y se puede ver ahí a un director que
es algo más que correcto, que quiere contar sensaciones, sugerencias y
sentimientos más allá de lo que se muestra y consigue una película en la que el
manejo de la tensión y la realidad se dan la mano de forma casi violenta.
Jewison cree también
que puede hacer otro tipo de comedia, más loca, más agresiva y pone todo su
empeño en ¡Que vienen los rusos!, una
farsa desatada sobre la psicosis colectiva que se desató en Estados Unidos
sobre una posible invasión rusa. Predecesora confesa del 1941, de Steven Spielberg, el director se aviene a dirigirla
cobrando tan sólo ciento veinticinco dólares más el 25 por ciento de la
recaudación. Se hizo rico con esta fábula sobre un submarino ruso averiado que
debe desembarcar una avanzadilla frente a la costa de Estados Unidos desatando
la locura.
La película obtiene tal
éxito, con nominación incluida a la mejor producción del año, que Jewison es el
elegido para llevar a cabo esa obra maestra del cine social y policiaco de los
años sesenta que es En el calor de la
noche, una película en la que todo funciona, en la que se suda desde la
butaca y se sufre desde el corazón, haciendo herida en la lucha de los derechos
civiles y en su atractiva premisa de un hombre de color dando un par de
lecciones de investigación social a los habitantes de un pequeño pueblo de
Mississipi. La película fue galardonada con el Oscar a la mejor producción de
1967 en dura pugna con El graduado,
de Mike Nichols.
Repite con Steve
McQueen en El caso Thomas Crown, la
historia de un multimillonario que se dedica a robar obras de arte con tal de
añadir algo de emoción a su vida, con una de las secuencias más sensuales
alrededor de un tablero de ajedrez entre el protagonista y Faye Dunaway. Al terminar
esta película, Jewison confesó que no volvería a trabajar con McQueen porque le
parecía el actor más difícil del mundo.
Lo prueba con el
musical y saca sobresaliente con El
violinista en el tejado, con la que consigue una nueva nominación y se hace
cargo de la adaptación del polémico musical de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice Jesucristo Superstar acudiendo al
desierto de Israel como escenario. Posteriormente, con una producción muy
complicada, pone en marcha Rollerball,
una fábula distópica sobre un juego en el que los contendientes llegan a
matarse entre ellos alrededor de una especie de velódromo. Maravillosa,
inquietante y peligrosamente actual a pesar de una estética que se ha quedado
trasnochada, ha quedado como una de las películas más certeras dentro de la
ciencia-ficción.
Le eligen para llevar a
cabo una película que demostrase las dotes dramáticas de Sylvester Stallone en F.I.S.T y ahí obtiene un sonoro fracaso
del que se recupera con cierta dificultad. Se une a Al Pacino en el género
judicial con otra película con nominación como es la extraña Justicia para todos, reivindicativa y
pesimista visión sobre el sistema penal estadounidense. Trata de obtener otro
éxito de taquilla con una película que se mueve en los terrenos de la comedia
más blanda y fácil como Amigos muy
íntimos, con Burt Reynolds y Goldie Hawn.
Sin embargo, Jewison
sube su cotización al adaptar dos obras teatrales que consiguen varias
nominaciones y que denotan su gran capacidad para adaptarse a cualquier género.
La primera es la investigación que se desata en torno a la muerte de un
sargento de color en un cuartel del Sur de los Estados Unidos en la excelente Historia de un soldado, en la que
podemos disfrutar de la primera aparición de Denzel Washington en un papel
importante. La otra es el drama misteriosamente religioso de Agnes de Dios, con un duelo en la cumbre
entre dos grandísimas actrices como Anne Bancroft y Jane Fonda sobre la posible
violación y posterior embarazo de una monja de clausura.
Aún consigue otro gran
éxito dentro de los terrenos de la comedia romántica con una película que batió
récords de taquilla en todo el mundo como es Hechizo de luna, que significó el Oscar a la mejor interpretación
femenina para Cher y que conquistó el corazón del público como una de las grandes
historias de amor con sonrisa que se han hecho nunca.
A partir de aquí,
Jewison se mete en una cierta deriva con títulos con ningún interés hasta que,
con un monstruoso Denzel Washington, aborda la biografía de un boxeador que fue
encarcelado por un supuesto asesinato en la muy notable Huracán Carter, consiguiendo nominación para el actor en una
película llena de fuerza y militancia, de nuevo con los derechos civiles al
fondo y con la injusticia como tema.
Su última película,
bienintencionada, pero irremediablemente carente de fuerza, es La sentencia, su única colaboración con
Michael Caine, acerca de un verdugo de un campo de concentración nazi,
fervorosamente religioso, que es descubierto en la campiña francesa y comienza
a ser acosado por varias fuerzas que quieren anotarse un tanto político y
policial. Tanto Caine como Jewison quedaron muy satisfechos del resultado
final, pero la historia no acaba de despegar en ningún momento, con algunos
pasajes francamente desconcertantes. Ese año, 2003, Jewison se retira de toda
actividad.
Hay que fijarse en todos estos títulos para darse cuenta de la oportunidad de un hombre como Norman Jewison. Hizo todo con singular maestría, consiguiendo pocas obras sublimes, es cierto, pero haciendo un buen puñado de muy buenas y recomendables películas. Era un valor seguro que sólo zozobró un poco en su época final, pero eso es fácilmente perdonable cuando se trata de hablar de un director que ha tocado tantos géneros y los ha fijado de manera tan sólida. Cuando el cine no le necesitó y ya casi todo el mundo le había olvidado, fue oportuno y decidió que ya estaba bien de pisar este valle de lágrimas.
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