martes, 6 de febrero de 2024

LA MUJER SIN ROSTRO (1966), de Delbert Mann

 

Un hombre no sabe quién es. De repente, se encuentra en medio de Central Park llevando un traje de cierta categoría con un café en la mano y ni siquiera recuerda cómo ha conseguido el café. Sólo posee un pedazo de papel con un número de teléfono y un anillo medio roto. Puede que sea un enfermo evadido de una institución mental. Una rubia pasa junto a él y, como por arte de magia, un nombre viene a su memoria: Grace. Empieza una búsqueda imposible porque cree que es posible que todas las mujeres sean Grace. Quizá alguna de ella sea capaz de abrir las puertas de la mente y que él mismo sepa quién era esa mujer de la que sólo recuerda el nombre. Todo se convierte en un largo regreso a la memoria. En un momento, él se encuentra hablando con una mujer y, al segundo siguiente, cree que está hablando con ella con tal familiaridad que piensa que es Grace. Grace. Grace. Maldito nombre.

Basándose en una historia de misterio personal de Evan Hunter, el director Delbert Mann articula una trama en la que la principal intriga reside en la identidad de ese hombre sin rumbo, sin pasado, que deambula por Central Park como un cadáver viviente intentando encontrar algo que le recuerde que fue alguien alguna vez. Quizá Mann se deja arrastrar un poco por la efímera moda de los últimos sesenta y eso hace que, estéticamente, la película se resienta levemente con recursos como el de la cámara al hombro y una realización algo caótica, pero todo tiene suficiente atractivo porque el reparto es extremadamente competente, con James Garner como protagonista absoluto y acompañado de Jean Simmons, Suzanne Pleshette, Angela Lansbury y Katharine Ross. Al fondo, la ciudad como un personaje más, alzando sus dedos índices acusadores hacia el cielo como intentando hurgar entre las nubes cuál ha sido el destino de este misterioso señor Buddwing que deambula sin procedencia ni rumbo. La banda sonora jazzística aumenta esa sensación de confusión que se convierte en un elemento clave en esta especie de melodrama negro en el que la mujer, siempre intrigante, se yergue como la ambigüedad misma dentro de las relaciones humanas.

En el fondo, todos somos un poco James Garner en esta película. Seres perdidos, confusos, miedosos, que tratan de encontrar un sentido a todo lo que se ha hecho y a todo lo que queda por hacer. Ese personaje sin nombre, ni profesión, con sólo un traje y una nota con un número de teléfono se mueve con unas coordenadas demasiado estrechas como para poder orientarse y contestar las preguntas que a todos nos cercan. Sobre todo para saber si todo lo que hemos hecho ha merecido la pena, ignorantes, pobres de nosotros, sin darnos cuenta de que en la mayoría de las ocasiones la contestación a esa pregunta suele ser que no. Así de errantes y de erráticos somos. Así de desgraciados. Así de perdidos. Mientras tanto, sólo esperamos que la belleza inunde de alguna manera nuestra mirada para olvidar todo lo demás dentro de una vida ingrata y bastante cansada.

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