El
vampiro extiende su mano sobre la ciudad mientras va expandiendo la peste
asesina entre una población temerosa y mojigata que apenas comprende la
sucesión de los acontecimientos. El hombre se ve impotente ante la invasión de
ratas que contagian el infierno a todos los que se acercan y sólo una mujer
podrá hacer olvidar la huida al monstruo para que desaparezca en una orgía de
sexo y canibalismo. Y Europa se desintegra ante el pesimismo beligerante que
extermina cualquier atisbo de amor entre los seres humanos. Nosferatu, el no
muerto, está aquí y más vale llevar una armadura para evitar su ansia de hambre
y desgracia.
No es necesario hablar
del argumento de una historia sobradamente conocida como es la de Drácula,
pasada por el tamiz de Murnau y Herzog en sus anteriores versiones, para
acercarse a esta obra de Robert Eggers que en su haber se halla una espléndida
fotografía, una ambientación notable y un sentido estético aceptable. Sin
embargo, hay muchos reparos que poner a esta versión en la que, por alguna
razón que llega a ser bastante inalcanzable, llenarse la boca de sangre y
vomitarla resulta una de las obsesiones del director.
El monstruo no necesita
ser caníbal, pero aquí lo es. Eggers, que sigue sin convencer después del
derrape bien presentado que fue El faro
y del festival de gruñidos para demostrar lo brutos que eran los vikingos en la
versión empobrecida de Hamlet que fue
El hombre del norte, se aplica a la
revolución con alguna muerte que causa sonrojo, con unas interpretaciones que
son más bien justitas, y con un gusto por la truculencia que hace que Robert
Aldrich sea un aprendiz de chupete y biberón. Su versión, es verdad, está más
cerca de la de Werner Herzog que la del gran Friedrich Wilhelm Murnau, aunque
estéticamente no deja de remitir a este última porque sabe que, de ese modo,
podrá dejar boquiabierto a más de uno. Y lo intenta con denuedo…pero no lo
consigue. De alguna manera, esta versión de Nosferatu
resulta lejana, fría, sin alma por el miedo, que de eso no da en ningún
momento, sin riesgo por la narración a pesar de que su puesta en escena es más
que correcta. El monstruo, interpretado por Bill Skarsgard, que ya está llamado
a ser el Boris Karloff de nuestros días, resulta inevitablemente cruel y cansinamente
brutal. Probablemente, Murnau le hubiese llamado la atención porque no hace
falta ser tan gráfico para causar rechazo. No hace falta ser tan evidente para
ser bestial. Y no se necesita ser tan aburrido en esa mitad de la película en
la que uno se pregunta con insistencia hacia dónde va a ir la película. Entre
otras cosas porque ya se sabe hacia dónde va a ir.
Mientras que la versión de Murnau era profética y la de Herzog, demostrativa, la de Eggers es sentenciosa y eso le arrebata todo el poder de seducción. Algo que, por otra parte, el director no explota, teniendo facultad y condiciones para ello. La película incide en la unión de la peste con el Conde Orlok y podría haber inquietado mucho más en esa dirección, pero se limita a hablar de convicciones morales que, en una historia de estas características, son absolutamente secundarias. No se puede despreciar todo lo que ofrece esta visión de Eggers, pero está muy lejos de ser aceptable en todos sus extremos si se tiene en cuenta la potencia de su historia, que tampoco exprime en su totalidad salvo para dejarnos en la secuencia siguiente algo más de asco que de la anterior. Ni siquiera la secuencia final, en la que el amor por los semejantes se impone al pecado de la eternidad, consigue ser tan poético como pretende. No siempre el horror esconde versos. No siempre amar es la justificación. Así que ya saben. Si quieren pasar un rato viendo como se ejercitan las mandíbulas dentro de una narración que no concede ni un momento de respiro, todo es oscuro, tenebroso, peor y alimenticio, no duden en ir a verla.