jueves, 10 de diciembre de 2020

MADAME CURIE (2019), de Marjane Satrapi

 

Marie Curie fue una mujer admirable. Ganadora en dos ocasiones del Premio Nobel, cambió los cánones de la ciencia e hizo que el modo de pensar de la comunidad de sabios tuviera que moverse en otros niveles. Rompió moldes moralistas, trató siempre de buscar nuevas fronteras de conocimiento, luchó con todas sus fuerzas para destruir las rígidas convenciones dominadas por los hombres y convirtió el amor en un elemento más de sus fórmulas químicas. Lo que la Humanidad hizo con sus descubrimientos fue otra historia.

De momento, se vio obligada a demostrar, casi matemáticamente, que una mujer era tan válida para la investigación científica como cualquier otro ser humano. Lo hizo con entusiasmo y terquedad, con la verdad por delante y la osadía como instrumento. Para conseguir sus objetivos, no dudó en sacrificar lo que hiciera falta manteniéndose dentro de sus propias reglas morales que, a menudo, causaban una reacción atómica casi incomprensible para la época. Sin embargo, salvo raras excepciones médicas, sus descubrimientos sirvieron para inaugurar la era atómica, salpicada de desastres, de destrucción, de errores ingenuos y de proporciones inimaginables. La radioactividad es un sustantivo que despierta, por igual, temor y alivio. Y ella apenas pudo prever lo que se podía hacer con ella.

No cabe duda de que la historia de Marie Curie era lo suficientemente atractiva como para hacer una película sobre ella. Sin embargo, la directora Marjane Satrapi, después de un planteamiento prometedor, se atasca en un callejón de plomo, incapaz de emocionar cuando hay elementos más que notables como para poner un nudo en la garganta. En determinado momento, la trama pierde el rumbo, no sabe contar e, incluso, nos hurta el que podría ser el instante más emocionante de esta historia de inteligencia femenina, que deriva entre la bondad del invento y el apocalipsis. Aún así, Rosamund Pike, en el papel de la protagonista, trata de cargar sobre ella el peso de los acontecimientos y sólo lo consigue a medias, con una interpretación que podría ser más intensa y que, no obstante, se queda en aceptable.

Por otro lado, de forma bastante incomprensible, Satrapi coloca una banda sonora que llega a ser demencial, sin clima ninguno, tratando de conjugar el principio de siglo con la evolución de los tiempos. Mareante, inadecuada y anacrónica, la música es un verdadero enemigo que no se deshace con el temible hongo atómico y deja de tener sentido por lo fallido del intento porque es culpable, en buena medida, de la falta de emoción que aqueja todo el metraje.

Así que la película, de ese modo, se coloca, prácticamente, en una mirada distanciada, sin alma, con la pesadez de hacer que los minutos parezcan más largos y la historia más insulsa. Quizá la frialdad no sea la mejor manera de enviar el mensaje de que los descubrimientos científicos no son ni buenos, ni malos. Sólo son lo que la Humanidad hace con ellos. Y en este caso, la radioactividad ha tenido su lado decididamente diabólico y, también, humanitario. Otorgó esperanza y la arrebató, generalmente, de un solo golpe. Como la ciencia de la moral que es elástica según convenga a la opinión pública, o a la hipocresía de una sociedad que es incapaz de ayudar a la preparación y a la genialidad y, al mismo tiempo, dar alas al libelo y al escarnio. Como decía Einstein, puede que Dios no juegue a los dados. Sin duda, la ciencia tampoco lo hizo nunca.

2 comentarios:

Alí Reyes dijo...

Lástima que tan fascinante personaje histórico hay naugfragado en este "mar de los sargados" cinematográfico.

César Bardés dijo...

Pues sí, creo que merecía una mirada mucho más atinada y más emocionante. Por mujer, por luchar en una época en la que todo avance se topaba con muchos obstáculos y por la obstinación y el deseo de descubrir cosas que sirvieran de algo, aunque luego las empleáramos en fines más que discutibles.