Hace
ya unos cuantos años, un tal Akira Kurosawa decidió hacer una película titulada
Vivir sobre un oscuro y gris
funcionario que no sabe cómo pasar los últimos días de su vida porque se ha
hundido en el aburrimiento más anodino, en el orden más melancólico y en la
frustración más callada. Hoy, los británicos se deciden a hacer su propia
versión sustituyendo al sumiso Takashi Shimura por el indeciso Bill Nighy y
pierden en la comparación, a pesar de que la película procedente de la pérfida
Albión contiene algunas virtudes que deben ser ponderadas.
Evidentemente, Living no puede competir con la película
de Kurosawa ni en duración, ni en intenciones. Lo más a lo que puede aspirar es
a trasladar con cierto tino la situación al aburrido funcionariado inglés,
partidario del orden por encima de la utilidad y, por supuesto, mentiroso de
vocación. En el camino, la apuesta es por conservar el esqueleto y los
movimientos de la película original, pero realizando una puesta al día, tanto
en lo narrativo como en lo estético, haciendo a la historia mucho más
descifrable, menos sugerente, más diáfana y más simple.
Hay que destacar, desde
luego, el esforzado trabajo de Bill Nighy, que deambula por las calles de
Londres sin llegar a trasladar con fuerza el estado de ánimo de ese señor
Williams, trasunto del señor Watanabe, que se da cuenta de lo acomodaticio de
su vida, huyendo de cualquier tipo de complicación y que, finalmente, canta
satisfecho en una noche de nieve montado en un columpio infantil porque posee
la plena certeza de que vivir consiste en hacer algo por los demás porque sólo
así se puede dejar huella. Aunque sea ínfima, aunque sea efímera, aunque sea
débil.
Por lo demás, la
película exhibe una excelente ambientación del Londres de la posguerra, tanto
en vestuario como en dirección artística, y, aunque tiene sus tiempos algo
inanes, no son, ni de lejos, de la profundidad y el alcance de Vivir, a lo cual ayuda su duración,
mucho más cercana a los metrajes habituales que la obra maestra de Akira
Kurosawa.
Y es que es difícil darse cuenta hasta dónde pueden llegar nuestros actos cuando nos movemos para que ocurren y lo fláccidos que resultan cuando sólo se dejan pasar los días esperando que el siguiente sea igual al anterior. Hay pocas cosas más hermosas que comprobar que una ciénaga se ha convertido en un oasis, aunque lleguemos un poco lastimeramente a la conclusión de que los parques infantiles japoneses son bastante mejores que los británicos. Quizá en ese momento, cuando sabemos que hemos dejado una pequeña huella que se borrará con la siguiente sepultura burocrática, es cuando nos acompaña la idea de que no hay nada mejor que conseguir mejorar la vida de otros de una forma desinteresada. Aunque eso también signifique echar una mirada a nuestro interior y comprobar que nunca conseguimos hacer un jardín de nuestra casa. Acumular papeles y dejarlos coger el polvo del olvido no tiene ningún mérito, por mucho que, a final de mes, llegue la nómina funcionarial y todo siga su curso, empujado por la inercia de los acontecimientos, repetidos, monótonos, algo húmedos e irremediablemente inútiles. Es por eso que este señor Williams, a pesar del dolor y de la última oportunidad, aún sonríe por las mañanas en una urbe fría que no tiene ni idea de lo que consuela una leve sonrisa mientras se acude al trabajo.
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