El tiempo parece
posarse en el empedrado de esa calle de algún lugar cerca de la Iglesia de la
Paloma, en pleno Madrid de los Austria. Allí están los personajes que han
poblado la infancia y la juventud de muchos y siempre se les recuerda con cariño.
El señor marqués, siempre tan educado e impecable; el paragüero, que era
republicano ya en los tiempos de Alfonso XIII; Petrita, la empleada del hogar
que estaba loca por el organillero que era un crápula de no te menees; los
gamberros que iban con un perro de arriba abajo pergeñando cualquier trastada;
el anticuario, que parecía tener buen criterio para todo salvo para sí mismo;
la peluquera, cotilla oficial del barrio, que atendía a domicilio y que siempre
tenía la palabra más inadecuada para meter la pata hasta el peine; el
carnicero, el comerciante que espera con ilusión la llegada de su primer hijo…y
el tiempo pasa y el empedrado da lugar a los adoquines y Madrid sigue con su
capa de polvo perenne, incólume y resguardado, con sus noticias y sus desgracias,
que siempre parecen pasar fuera de esa calle donde todos han depositado sus
sueños de futuro que hoy, benditos sean, parecen tan modestos que llegan a la
ingenuidad.
Así, Petrita vende
lotería porque se cayó de un segundo piso, la peluquera sigue con sus dimes y
diretes y, desgraciadamente, el hijo del comerciante nunca será amigo del hijo
del marqués. Aún y todo, hay cordialidad, hay ese pequeño granito de esperanza
para seguir con el día a día y que no todo sea tan difícil y tan negro. Aunque
luego venga la guerra con sus malditas venganzas y rencores, haciendo que los
españoles no nos aguantemos unos a otros. Y, no obstante, en la calle, esa
calle que ahora parece asfaltada y que resulta casi una alfombra para los
automóviles, la gente sigue saludándose, aunque lo pase mal, sigue habiendo un
fondo de ternura y de algo entrañable que les une, aunque sea inasible, aunque
apenas se pueda escribir. También hay alguna que otra pelea, pero nunca se
llega más allá de un oiga, usted. La calle sigue siendo testigo de muchas
cosas. De un disparo perdido. De un premio de la lotería. Del marqués que ya
camina encorvado. Del paragüero que ya no podrá vender más paraguas en un país
en el que llueve muy poco. Hasta se llevan al perro de los dos gamberros. El tiempo
lo deshace todo salvo esos pequeños puntos de recuerdo, que están más anclados
a la sensación que a la memoria.
Y Edgar Neville nos contó todo eso en una película encantadora, llevada con pulso firme para no caer en el tonto sentimentalismo nostálgico, ni en la aún más estúpida trampa de la ideología. Su calle fue siempre su calle y ésta fue la despedida del cine de un grandísimo director español, que sabía hacer películas como nadie y que, a pesar de que aún tardaría unos años en fallecer, sabía que ese Madrid en el que él se crió estaba desapareciendo a marchas forzadas para convertirse en una ciudad de extraños, fría, inhóspita y cruel. Sin un malísimo buenos días al que agarrarse todas las mañanas.
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