martes, 10 de enero de 2023

NO SE COMPRA EL SILENCIO (1970), de William Wyler

 

Lord Byron Jones es el hombre más rico de una pequeña ciudad de Tennessee. Y es un hombre negro. Claro que su comercio es uno de los más rentables porque la muerte nunca va a faltar y todos necesitan su ataúd. Es un hombre que, sin duda, levanta algunas envidias en el lugar. Sin embargo, él no es feliz. Quiere divorciarse de su esposa porque ella se está acostando repetidamente con el ayudante del sheriff, un tipo despreciable que no duda en usar la violencia para reafirmar su hombría. Lord Byron Jones acude al abogado que cree más adecuado para llevar su caso de divorcio. Cree que es el blanco más honrado del condado. El abogado Hedgepath ha destacado siempre por su prudencia y su calma y, en esta ocasión, va a necesitarla. Cree que todo se puede solucionar por las buenas porque, al fin y al cabo, no está nada bien que en un caso de divorcio por adulterio esté mezclado el ayudante blanco del sheriff. Podría no haber litigio si los cónyuges llegan a un acuerdo, pero hace falta convencer a la chica. Ya se sabe. Es joven y explosiva y quiere su parte de los ataúdes y entierros a la carta que ofrece Lord Byron.

Por otro lado, también hay un chico, algo impulsivo e indudablemente torpe, que regresa para cumplir con una misión que ha ido aplazando hasta hallarse en condiciones de cumplirla. Y se trata de matar a otro representante de la ley. No, en esa ciudad de Tennessee no existe la igualdad de derechos entre blancos y negros y la liberación de la gente de color siempre pasa por el derramamiento de sangre. Quizá esa liberación sea la propia muerte. Y es entonces cuando la incomodidad recorre el espinazo, cuando se tiene la certeza de que la injusticia no debería tener cabida en la dignidad y cuando se sabe, sin duda alguna, que hasta el más honesto cerrará los ojos porque se prefiere el orden a la ley.

No se compra el silencio fue la última película que dirigió William Wyler y quiso adentrarse en los terrenos de la reivindicación de los derechos civiles a través de una historia dramática, sacrificada y poco complaciente. En algún momento, incluso, se puede llegar a intuir que el director quiere decirnos a la cara que nunca habrá una paz justa y duradera entre blancos y negros en los Estados Unidos porque la rabia y la conciencia de las diferencias se llevan en el interior y va a ser imposible superarlas. Hasta los mejores sucumben ante las tentaciones de la paz fingida. Mientras tanto, la furia seguirá corriendo por las venas de los que ven el horror y el odio todos y cada uno de los días de su vida. El reparto, tal vez, no es muy acertado. Lee J. Cobb es el mejor de todos ellos, comedido y circunspecto, y Roscoe Lee Browne tiene un rostro que conserva un raro magnetismo. Anthony Zerbe, por el contrario, se pasa en su histrionismo y Lee Majors es que, simplemente, era un actor muy malo. El descubrimiento, sensual y tentador, de Lola Falana en la piel de la mujer del enterrador es casi lo mejor de todo en una película que no tuvo ningún éxito, de la que nadie se acuerda y que merecería la pena rescatar porque habla con toda sinceridad. Y no trata de contentar a nadie.

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