Cualquiera
con dos dedos de frente puede suponer con facilidad que una parte suculenta de
los ingresos de un deportista de élite provienen de la publicidad de las marcas
del equipamiento que llevan puesto. Cuanto mejor sea el individuo, más dinero
podrá sacar de cualquier multinacional de ropa deportiva. Sin embargo, una vez,
el responsable de una sección de una conocida marca creyó ver algo especial en
un chaval de dieciocho años que supo meter una canasta en la liga universitaria
de baloncesto con total frialdad, sin tensión, sabiendo que, sencillamente, era
el mejor. El mejor de todos los tiempos.
A partir de ahí, todo
fue competir entre marcas. La firma que lo intentó todo para ganar la exclusiva
de ese ser de otro mundo rompió reglas y creó unas zapatillas que llevaron un
nombre conocido en todo el orbe. Y es que cualquier leyenda debe tener unos
buenos cimientos que sujeten todo el entramado financiero que se forja
alrededor de un tipo que parecía sostenerse en el aire durante un par de
segundos más que el resto de los mortales, que hacía del baloncesto todo un
arte y que consiguió las más increíbles hazañas con la única ayuda de un balón,
una canasta y una cancha donde pisar con esas zapatillas.
Ben Affleck vuelve a
dar muestras de su talento como director porque, en esta ocasión, ni siquiera
muestra a ese jugador que fue más y mejor que todos, sino al equipo que diseñó
toda la estrategia publicitaria a base de ilusión, de riesgo, de profunda
creencia en un jugador que, en ese momento, prometía todo y que aún tenía que
jugar un partido en la NBA. Por supuesto, entre medias, hay todo un entramado
de intereses y de cuidados porque la propia familia del chaval tomó cartas en
el asunto y el resultado fue que esa marca de zapatillas deportivas aún sigue
vendiendo el modelo que se hizo para que el jugador la llevara. Con ellas, pisó
los escalones de la gloria, llegando más alto, más lejos y más fuerte que
ningún otro. Se llamaba Michael Jordan.
Alrededor de Affleck
hay que reconocer que se forma un equipo interpretativo excepcional, con
especial mención a Matt Damon, un tipo gordo, que lo sabía todo de baloncesto y
que tenía un especial ojo para saber qué es lo que necesitaba la empresa.
También Viola Davis, como esa madre especialmente intensa, pero acertada, que
trata de sacar el máximo partido al nombre de su hijo. O, incluso, el propio
director que, casi en una especie de guiño, trata de sacarse de encima ese aura
de intérprete sometido a un aire adormilado para componer, en esta ocasión, un
empresario con carácter que, de hecho, tiene que acudir al adormilamiento para
dominar sus nervios. El resultado es una película espléndida, que no llega a la
categoría de obra maestra, pero que acaba por ser una historia bien llevada,
bien contada, bien explicada, con una banda sonora extraordinaria, que descubre
varios de los secretos que se esconden detrás del nacimiento de una figura que
jamás será olvidada. No como todos los que le rodean, que terminarán devorados
por el olvido porque, al fin y al cabo, ese tira y afloja, ese esfuerzo, ese
continuo devenir de ideas, lo puede hacer cualquiera. Sólo falta que se haga.
Affleck maneja el ritmo de la trama con maestría, pisando el acelerador cuando es necesario, explicando y soltando nombres míticos como Akeem Olajuwon, Magic Johnson, Larry Bird, Pat Ewing, Julius Irvine, James Worthy, John Stockton o Moses Malone y colocando al único y auténtico as del deporte de la canasta por encima de todos ellos porque, durante toda la película, no podemos dejar de tener la impresión de que Michael Jordan estuvo por encima de todos ellos, con sus altos y sus bajos, con sus luces y sus sombras y con su contrato con la firma, al pie. Al igual que sus zapatillas, que también iban firmadas con su peculiar estilo de mantenerse en el aire, igual que si fuera un imposible gato con alas.
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