A
la hora de tener descendencia, muchos hijos buscan un respiro que sólo pueden
proporcionar los abuelos. Y, no nos engañemos, en bastantes ocasiones algunos
abusan de que ellos, recios y siempre con la sonrisa dispuesta, nunca dicen que
no. Extrayendo lo peor de un egoísmo cómodo, que no se detiene ni siquiera a
pensar en las consecuencias, se prescinde de la idea de que ellos también
pueden tener planes, proyectos, ilusiones y, también, algún que otro respiro
que merecen más que ningún otro. Todos los que hemos sido padres, hemos caído
en esa trampa. Y, lo que es peor, todos, alguna vez, hemos llegado a
arrepentirnos.
Así que, una vez
comprobado el abuso que significa un sacrificio más de los muchos que ya han
echado en el saco, puede que a alguno se le ocurra plantear una guerra contra
los nietos, paradigma, por otro lado, del egoísmo más individualista, con el
fin de que, a base de hacer la vida insoportable, lleguen a llamar a sus
inconscientes progenitores y pasen a buscarlos para dejar libres a los más
mayores. Y ya está el lío montado porque aparecen los cargos de conciencia, la
instalación en la inconsciencia, la madre de la ciencia y la santa paciencia.
No cabe duda de que los
abuelos merecen todos los homenajes del mundo y en esa dirección se mueve
Víctor García León con esta comedia leve, bastante prescindible, con la que se
echa de menos algo más de ingenio en lo que podría haber sido un poco más de
mala idea y rebajar las ganas de quedar bien con todo el mundo. Las intenciones
son buenas, todo lo demás es, por decirlo suavemente, tan flojo como una
próstata de la tercera edad. Sólo podríamos exceptuar el trabajo esforzado de
Tito Valverde y de Gracia Olaya en la piel de esos abuelos que luchan por intentar
ser malos, pero no mucho. Y todo ello redunda en que en ningún momento hay una
carcajada. Sólo alguna sonrisa furtiva, casi alta en azúcar y baja en
colesterol. Los abuelos tienen un plan, pero aquí el único que queda
verdaderamente mal es el personaje de Ernesto Sevilla.
Y es que las vacaciones
son muy golosas para la dejación de responsabilidades que, al fin y al cabo, es
lo que atenaza y estrangula las existencias. Los abuelos tienen unas arrugas
que atestiguan todas y cada una de esas responsabilidades que ellos, haciendo
auténticos malabarismos y echando horas, han tenido que afrontar y en las que
no se incluía ningún viaje de quince días a las Chimbambas, ninguna cena con
copa y apenas una peliculita al mes en la sala más cercana siempre que hubiera
algo de suerte y algún alma caritativa se aviniera a juntar hijos con sobrinos.
Atrás quedaban amistades, intimidades, momentos para la confidencia y, sobre
todo, para la complicidad. Ése era el precio que había que pagar. Y aún hoy no
ha habido rebajas.
Y es que, mientras la mente funciona y el resto del mundo enloquece sacando conclusiones precipitadas y, a menudo, equivocadas, no hay nada más placentero que sentarse en el sofá de toda la vida y abandonarse a una cena tranquila mientras se ve cualquier programa, cualquier partido o cualquier película. Y cada vez que los abuelos hacen eso, deberíamos pensar que son todos aquellos programas, partidos y películas que ellos dejaron de ver para que nosotros, hoy en día, tuviéramos el sentido común y la posición suficiente como para poder coger un avión, alquilar un apartamento, caminar por la playa, tomar algo, cenar y ser conscientes de la inmensa responsabilidad y del inmenso cansancio que significa tener hijos. Y ojalá nos diéramos cuenta de que llegará un momento en que todo eso lo echaremos muchísimo de menos.
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