Estamos
a principios de los ochenta. Fue esa época en la que se sucedían estrenos como Granujas a todo ritmo, All that jazz, Toro
salvaje, Cómo eliminar a su jefe, Carros de fuego o Bienvenido Míster Chance y el cine, a pesar de todo ello, comenzaba
a mostrar signos de un tímido declive. Por aquel entonces, las salas olían a
ambientador y a tela, a palomitas de maíz y a patatas fritas y los sueños aún
eran una ventana hacia la evasión que se ofrecía a través de un haz de luz que
salía de un proyector por el que pasaba una película a la velocidad de
veinticuatro fotogramas por segundo.
Hillary es una mujer
que lo ha pasado mal porque, de alguna manera, siempre ha estado sola y siempre
se ha sentido reprochada. En su sonrisa aún se pueden encontrar las huellas de
una crisis nerviosa y, en sus movimientos, es posible intuir que le tiene miedo
a todo. Le basta con tener una vida razonablemente ordenada. Sus mañanas
libres, su comida, su trabajo en la sala de cine Empire, sus furtivos y sucios encuentros sexuales con el jefe, su
vuelta a casa en medio del frío, de la nieve y de la noche…Todo es una rutina
que, precisamente por su repetición insistente, le ofrece seguridad. Sin
embargo, la oscuridad puede ser muy adictiva y es lo que llega a la vida de
Hillary. Es como una ilusión que puede prever efímera, pero enormemente
satisfactoria. Es la seguridad de que aún es atractiva, de que puede ofrecer
algo y, lo que es aún mejor, de que alguien puede ofrecerle algo.
El entorno no es amable
en una Inglaterra que nunca dejó de tener prejuicios raciales. Ya se sabe.
Muchos británicos tienen miedo de la oscuridad y lo manifestaban a través de
una violencia irracional. Mientras tanto, Hillary no ha probado la mejor de las
oscuridades. Es esa misma que resulta herida por un rayo de luz procedente de
la cabina de proyección. Es esa que regala los sueños, desborda lágrimas,
reparte sonrisas, expone emociones y limpia el corazón. Tal vez, la mejor
realidad sea, precisamente, la certeza de los sueños.
Sam Mendes, en esta
ocasión, se coloca más cerca de aquella Un
lugar donde quedarse que de otras películas con más envergadura. En esta
ocasión, se detiene en una mujer cualquiera a la que da vida de forma magistral
Olivia Colman, que hubiera merecido la nominación al Oscar, y a la que
acompañamos en su periplo nervioso y afectivo, siempre al borde de la locura y,
al mismo tiempo, ignorante de los pequeños respiros de felicidad. El resultado
es una película que duele, pero que también salva. Que hunde, pero que también
eleva. Mendes evita premeditadamente los rincones más fáciles de la emoción y
ofrece un compendio de razones para la frustración, para la depresión y para la
capacidad de levantarse con un aliado inmejorable como es el propio cine. Ese
mismo que estamos destruyendo a conciencia.
Así que saquen su entrada, no olviden pasar por el bar y déjense inundar por la oscuridad de lo imposible. Más que nada porque, cuando vuelvan a darse de bruces con la fría luz del exterior, el pensamiento habrá descansado durante un par de horas y afrontarán de otra manera todos los problemas que tanto ahogan y aplastan. Tendrán más ganas de vivir porque el estado mental será otro, aunque no necesariamente mejor. Y mientras tanto, traten de sonreírse con sinceridad cuando vean el reflejo de su propia imagen en el espejo. Puede que descubran cosas que ni siquiera sospechaban en algún lugar de su interior. Seguro que se ven guapos en su ánimo.
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