Parte de la indudable
valía de esta película se origina por el impresionante plantel de secundarios
que pueblan toda su trama. No hay grandes estrellas, aunque sí actores muy
conocidos, como George Maharis y Richard Basehart en los principales papeles.
Sin embargo, por ahí detrás, dando textura y credibilidad a una historia que,
en manos de cualquier otro director, se hubiera tambaleado peligrosamente,
andan una serie de intérpretes que hemos visto en mil películas, todos ellos
competentes, aunque no recordemos sus nombres (por citar sólo dos vayamos a por
Ed Asner y Simon Oakland), que otorgan un aire compacto a esta compleja
aventura que emprende un ladrón cuando roba de un laboratorio una muestra de un
peligroso germen. Por supuesto, el individuo no es nadie demasiado equilibrado
y está dispuesto a dispersarlo por el mundo. Hay que detenerlo a toda costa.
A través de una premisa
que se presenta simple y efectiva, la película destaca por su inteligencia,
especialmente después de una brillante primera mitad. El microbio del diablo se
agita dentro de una probeta y es letal para la Humanidad. Toda la fuerza de los
servicios científicos y secretos del Estado se pone en movimiento porque, ya se
sabe, en el fondo son los culpables de desarrollar un arma biológica con fines
bélicos. Y sólo un integrante de esos servicios ha sido el culpable de que se
desaten todas las alarmas. Sturges, con su pericia y color habituales, retrata
al desierto de California como parte del escenario del complot y, lo que es
cierto, la película ha pasado sin pena ni gloria al baúl del mayor de los
olvidos. Merece rescatarse y poner en funcionamiento este virus. Tiene
potencia, es letal y llega a ser, por momentos, apasionante.
Alistair MacLean es el
autor del que parte el material original y, durante los años sesenta, fue un
novelista de garantías, proporcionando obras tan valiosas para el cine como Los cañones de Navarone, El desafío de las águilas o Estación Polar Cebra, aventuras con
fondo militar, absorbentes y ágiles y, en esta ocasión, trae una historia en la
que se respira tensión, con un científico loco, muy cercano a Shakespeare, con
ganas de acabar con todo para que nada siga igual. Por supuesto, a pesar de la
sencillez de su punto de partida, la película contiene sus correspondientes
giros inesperados, sorpresas dramáticas e, incluso, algún tópico
suficientemente conocido, pero que funciona con precisión, añadiendo ritmo a
una trama que, no necesariamente, es de acción, pero que resulta atractiva e
interesante.
Es cierto que todo flojea un tanto según se acerca el final, pero se pasa un buen rato, más que nada porque es la parte más explicativa, en la que se atan todos los cabos sueltos y se comprende cualquier espacio vacío que se haya podido dejar por el camino. El suspense parece hallarse alrededor del asiento y comienza a dibujarse la sombra de la sospecha porque, en algún momento, la duda se presenta sin avisar. No se sabe muy bien quién está al lado de quién. Y eso es el laboratorio perfecto para que la ambigüedad, en esta ocasión, también sea un ingrediente fundamental en la fórmula de una película que no fue un éxito, que nadie conoce y que el mundo se pierde. Destapemos el virus.
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