viernes, 24 de mayo de 2024

ROGER CORMAN: EL FURIBUNDO INDEPENDIENTE

 


Si hay que hablar de alguien que mantuvo una furibunda independencia a lo largo de su carrera y que intentó desarrollar una carrera paralela al margen de los estándares comerciales de Hollywood, hay que nombrar forzosamente a Roger Corman. Siempre con un altísimo ritmo de producción, tanto detrás de las cámaras como de los libros de cuentas, sus resultados artísticos, siempre muy discutibles, fueron recompensados con el entusiasmo de muchos que supieron ver en él al rebelde por antonomasia, al líder de un tipo de cine que quiso llevar el terror al mismo salón de las casas.

El inusitado éxito que le supuso La pequeña tienda de los horrores, una película de terror que Corman despachó con un rodaje tan apresurado que le llevó solo dos días y una noche y que se erigió como uno de los símbolos de diferenciación y de la imaginación fuera de los cánones imperantes hasta ese día en Hollywood, le lleva a mirar un poco más alto, a buscar nuevas formas expresivas, no siempre en el género de terror, para intentar descubrir su verdadera personalidad como cineasta.

Su primer intento fue Atlas, incursión en el péplum que resultó desastrosa no sólo en el ámbito artístico, sino también en el comercial. Aquí Corman se halló profundamente desafinado, fuera de sitio, incómodo, intentando aprovechar el tirón comercial que las aventuras de Hércules y de Maciste estaban teniendo en Europa bajo producción italiana. Pero la ambientación le falla estrepitosamente. Corman no estaba especialmente dotado para las necesarias secuencias de acción que toda película de estas características requiere e, incluso, en una épica secuencia de batalla, se contrata a 500 extras para la figuración, pero sólo puede contar con cincuenta. El resultado es que el director tiene que renunciar a panorámicas y secuencias de plano general y recurrir al viejo truco de acercar la cámara para que no se vea que allí sólo había cuatro gatos mal contados. Corman, en un caso ciertamente inusual al ser un hombre que rueda lo que le gusta sin ataduras de ninguna clase, no tiene un guión bueno; las frescas y descaradas ideas de sus títulos de horror aquí brillan por su ausencia aunque incluye una secuencia de baile exótico…sin música. Lo que se espera, nunca ocurre y lo que ocurre, sencillamente, es carente de interés. Corman falla, pero si algo distinguía a este cineasta era su capacidad para no rendirse nunca.

Desencantado, pero con ánimos, Corman vuelve a introducirse en el género que mejor domina sólo que aún con menos dinero. El monstruo del mar encantado es una película que no gustaría ni a una criatura salida de las mismas entrañas del infierno, pero que cuenta con una virtud muy poco usual en aquellos años: es deliberadamente mala. Corman sabe que no puede hacer calidad y entonces se dedica a torpedear con ganas cualquier línea de flotación de la película, lo cual hace que sea aterradoramente adorada por cualquier fan de lo diferente y que, además, sea considerada como un símbolo de rebeldía que grita a los cuatro vientos. Algo así como “no me dejáis hacer películas buenas…está bien. Os daré lo que queréis. Una película horrible. Así sabréis lo que os estáis perdiendo”. Y lo consigue a ciencia cierta. No contento con ello, Corman decide parodiar sin vergüenza alguna la revolución cubana, a la incipiente generación beatnik e incluso a los clásicos de Humphrey Bogart con ocasionales toques de surrealismo que hubieran hecho las delicias de Luis Buñuel.

Nada más terminar el rodaje, Corman se embarca en la que, posiblemente, sea su mejor película: El péndulo de la muerte, basada en el relato El pozo y el péndulo, del divino Edgar Allan Poe. Rodada con un presupuesto irrisorio, Corman consigue conjugar el suspense, el misterio y la oscuridad emanada de cualquiera de los relatos de su autor, consiguiendo una película atmosférica, inquietante, maravillosamente dirigida, narrada con una progresión casi magistral. En buena parte, el mérito se lo tiene que llevar el guionista Richard Matheson, un fantástico escritor de terror y ciencia-ficción que traslada al papel el espíritu de Poe con fidelidad y con respeto. Y, por supuesto, las mágicas y góticas interpretaciones de Vincent Price y de la musa del horror, Barbara Steele, en su única colaboración mutua. Corman sabía muy bien lo que se hacía porque La caída de la casa Usher, primer trabajo del director y productor alrededor del universo de Poe, había funcionado muy bien y deseaba tener algo en la caja para abordar el que era el proyecto más personal de su carrera. La época empujaba a Corman a expresarse, a decir cosas nuevas más allá de la mera mueca que dibuja en el rostro de los espectadores la aparición del horror.

Sin embargo, Corman tiene desavenencias con la American International Pictures, que le financia como cineasta independiente. Y, antes de dar ese paso decisivo, decide rodar otro clásico de Poe. Tiene que topar con un obstáculo y es la imposibilidad de contar con Vincent Price, sujeto a la AIP con un contrato en exclusiva, y Corman convence a Ray Milland para hacerse cargo del papel principal en La obsesión, la historia de un hombre que se obceca con la posibilidad de un enterramiento prematuro. American International Pictures decide apoyar financieramente a Corman justo después de una rocambolesca jugada empresarial y el resultado es netamente inferior a El péndulo de la muerte (Richard Matheson ya no está en el guion), pero que funciona relativamente bien a nivel artístico y comercial. Corman, por otro lado, pone en juego el miedo al porvenir que impide el disfrute del presente, que el director cree muy prometedor para la libertad de expresión y artística.

Con dinero en el bolsillo, pero más para prevenir que para gastárselo en aventuras cinematográficas (legendaria fue su tacañería), Corman acomete la que debería haber sido su obra máxima, el título que le hubiese dado a conocer como un autor con algo que decir, con un mensaje en el fondo de cada fotograma, con el horror del día a día como arma y no con monstruos o temores encerrados en un entorno frío y enigmático. The intruder es su película más personal y el título en el que más esperanzas había depositado el rebelde Corman. Protagonizada por William Shatner, la historia gira en torno a la integración racial en el sur de los Estados Unidos, a la manipulación de las masas que terminan siendo seres enloquecidos sin ningún control. El intruso que se presenta como un reformador social, en realidad es un corrompido racista que quiere levantar un clamor popular en contra de la sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos que desterraba la segregación racial en las escuelas. Corman, así, denunciaba que, bajo una motivación adecuada, el pueblo de los Estados Unidos era esencialmente racista y que deseaba desatar su furia contra los más desfavorecidos. El gran problema es que la película despertaba una rara sensación de incomodidad porque la acusación se dirigía directamente hacia el público que se sentía extrañamente retratado y ligeramente quemado por los bordes de todo el argumento. Corman, más tarde, acusó a Shatner de ser el intérprete menos adecuado para dar vida al equívoco hombre de traje blanco que se presenta en una comunidad de Missouri disfrazado de progresista cuando, en realidad, quiere despertar el sentimiento racista del ciudadano normal. Lo cierto es que Corman manejó con cuidado el ambiente de una ciudad del Sur, haciendo que las palabras no fueran suficientes para describir esa forma de dirigir a contracorriente. La osadía de Corman al exhibir la vergüenza del país era un golpe en la cara, turbador y conciso, en una época cuya promesa radicaba, precisamente, en cambiar las cosas desde dentro, desde el pensamiento de cada uno, desde el mismo corazón.

La película, desgraciadamente, fue un fracaso fulminante porque el público no entendió que el director se empeñara en salirse del terror alucinante y clásico para adentrarse en los horrores de la propia sociedad. El intruso descrito por Corman era tierno con los niños e implacable en su objetivo y, tras esas coartadas, se escondía una bestia incapaz de manejar su propia creencia. Demasiado para los clichés imperantes en esa época. El malo era malo, debía comportarse como un malo, no había lugar para la confusión. Los malos estaban localizados y eran perfectamente reconocibles. Todo lo demás, era bueno. Y Corman, con una media sonrisa, decía a todo el mundo que un malo podía estar impecablemente vestido, podía hacer un cariño a cualquier criatura, podía presentarse como un ángel salido del polvo del camino, pero podía estar cimplemente disfrazado de lo que la gente quería ver.

La experiencia fue frustrante para Corman, que decidió no volver al terreno de lo personal nunca más. Renegó violentamente de ésta película porque no llegó al éxito en ningún momento y era era, realmente, la película que él siempre quiso hacer. Así que volvió a lo que el público le pedía. Volvió a pedir a Richard Matheson que se hiciera cargo del guion de tres de las Historias extraordinarias, de Edgar Allan Poe, y se hizo con tres actores de renombre para protagonizar los segmentos que dieron lugar a las Historias de terror. Ellos eran Vincent Price, Peter Lorre y Basil Rathbone. Aunque adolece de la agilidad de El péndulo de la muerte, Corman consiguió acercarse al espíritu de Poe de forma diferente, porque ronda la moraleja del escritor en sus historias. Mientras Poe hablaba de la exploración de identidad personal en el episodio de Morella, Corman trae las ideas de esa explotación hacia una historia de fantasmas sobrenatural. Mientras Poe se obsesionaba con el terror puro en El gato negro, Corman convierte esa obsesión en un motivo para reírse. Mientras Poe investigaba en las raíces de la maldad personal en El caso de Monsieur Valdemar, Corman es más vago, más inconcreto en la explicación del dilema moral que atenaza a su protagonista. Aún así, a pesar de las modificaciones, Corman respeta a Poe, lo hace más cercano y, lo que es aún más difícil, hace que la complicada prosa del gran escritor parezca algo fácil de ver en el imaginario poblado de deformaciones mentales de sus no-héroes.

Lo mejor de este intento, más que su resultado artístico y comercial, fue que Jacques Tourneur cogió la mayor parte de su reparto, Price, Lorre y Rathbone, junto con Joyce Jameson, que también aparece en la película de Corman, y el añadido de Boris Karloff y realizó una película extraordinaria, excitante, llena de referencias a la literatura de Poe y al cine de Corman como La comedia de los terrores, una farsa caricaturesca tronchante.

Siguiendo con su máximo de que más valía producir que estar muerto, Corman dirige Rivales pero amigos, ambientada en el mundo de las carreras de coches con el aderezo de los consabidos crímenes a raíz de una chica que pasa de campeón en campeón cual bólido de pista en pista. Puro entretenimiento de bajo gusto y, a ratos, parece que dirigida y montada con cierta desgana y que sirve como inspiración a la película que, muchos años después, dirige Quentin Tarantino con una notable carga de autocomplacencia y con el título de Death proof, pero la película es tan chocante, tan inacabada, tan desfasada, que no llega a ninguna parte.

Ese mismo año, vuelve con Matheson y Poe, el tándem que mejor le funciona, para dirigir El cuervo, con Price, Lorre y Karloff y un juvenil Jack Nicholson. La novedad de esta película radica en que un hombre experto en los territorios del horror como Boris Karloff también colaboró en el guion consiguiendo que los diálogos fueran algo más que un mero acompañamiento a la sonata de crueldades a la que Corman tenía a todos algo más que acostumbrados. La película vuelve a ser una pequeña delicia, sencillamente porque Corman entiende a Poe, transforma su poema en cuento y al cuento en evasión, alejándose de la letra, pero en absoluto de su espíritu. Su dirección aquí es muchísimo más que cuidada que en la terrible Rivales pero amigos. Hay magia en la película, sin duda. Muchísima magia negra.

Más tarde, con Karloff y Nicholson, se acredita él mismo para hacer El terror, pero, en realidad, es un ejercicio para un buen puñado de directores que, muy pronto, iban a cambiar el panorama mundial del  cine. Todos dirigieron partes de la película bajo la única supervisión de Corman, pero él no dirigió ni un solo metro. Esos directores fueron Francis Ford Coppola (que llevaba varias películas haciendo trabajos de aprendiz y saltando de plató en plató), Monte Hellman (uno de los rebeldes más impenitentes que ha dado Hollywood), Jack Hill (a la sazón, guionista de la película y actor en algunos títulos de Corman al cual pidió permiso para dirigir algunas secuencias) y el propio Jack Nicholson (que, simplemente, quería saber cómo se manejaba una cámara. Más tarde, Nicholson ha dirigido varias películas de las que destaca la muy injustamente menospreciada segunda parte de Chinatown, Two Jakes).

Como hecho anecdótica, hay que señalar que Corman quiso producir la película inmediatamente después de acabar el rodaje de El cuervo para aprovechar exactamente los mismos decorados y que Boris Karloff (un hombre que tenía más que éxito en el teatro), se hallaba libre en los siguientes cuatro días. Los cuatro directores, bajo las órdenes de Corman, quieren imitar el universo de Poe, en concreto el de La caída de la casa Usher, pero la mezcla de personalidades, todas fuertes, no conduce a nada salvable. Precisamente de eso es lo que carece la película, de personalidad. No hay crisma en unas imágenes que podrían tenerlo. No hay interés en la historia que se cuenta. Aunque el rodaje se prolongó nada menos que durante diez semanas (probablemente, una de las producciones más largas de Roger Corman), la película no ha sobrevivido más que por la curiosidad de ver a un Jack Nicholson en pleno proceso de aprendizaje y por adivinar los diez minutos de cinta que quedaron en el montaje final dirigidos por Francis Ford Coppola. Corman se hundió con su escuela, pero no se rindió.

Tanto es así, que con una ambientación más contemporánea, se lanzó a dirigir El hombre con rayos X en los ojos, con Ray Milland en el papel protagonista. Una fábula fantástica, con muchísimas posibilidades que, en manos de Corman, se convierte en otra de sus cumbres. La facultad de la mirada de rayos X que adquiere el atónico científico interpretado por Milland se convierte en un incómodo espía de una realidad que esconde demasiados secretos que deben ser desvelados. El cuento con parábola propia de los tiempos que estaban corriendo. Corman, no contento con el fracaso de The intruder, se atrevía a burlarse de la apariencias de esa decepción que impedía la materialización del sueño americano. Con sentido del humor y del terror, el director consiguió mucho más que una pretendida trascendencia, daba al público lo que demandaba, divertía, era agudo y además, deslizaba lo que realmente quería decir.

No cabe duda de que Corman, en esta ocasión, halló una memorable colaboración con Ray Milland, que confiere al personaje la siniestralidad propia de un científico que cree que está mejorando las condiciones de vida de la Humanidad y, sin embargo, él mismo se va convirtiendo paulatinamente en un monstruo. El resultado es una fábula brillante, que se adentra en los límites de la ciencia-ficción, con una mirada irónica, emparentada lejanamente con aquella otra de Jack Arnold titulada El increíble hombre menguante y que revela que Corman llega a una madurez trabajada y que siga intacta en us rebeldía recalcitrante y en su provocación sutilmente barata.

En su descarada búsqueda de la comercialidad, Corman rueda El palacio de los espíritus, basada lejanamente en un relato de H.P. Lovecraft y que coge el título de uno de los poemas de Edgar Allan Poe. Por supuesto, elige a su estrella preferida, Vincent Price, lo empareja con la bellísima Debra Paget y la película pasa por ser uno de los títulos más infravalorados de la carrera del director. Mejor de lo que parece, espejo de una marca que ya lleva un sello muy personal, Corman se centra, más que en el argumento, en la ambientación, en el estilo y en la fina dirección de intérpretes. El horror de Corman aquí, ya es brillante, a la altura de los clásicos de la Hammer que aún seguían haciendo furor en las islas británicas. El miedo no era caro y, además, era bueno.

Caso único en la historia del cine, en el corto espacio de tres años, Roger Corman produjo y dirigió once películas, firmó otra con su nombre aunque sólo la supervisó y aún fue el productor de otras tres, en concreto El juez maldito, de John Bushelman; Operación Tiziano, una película yugoslava dirigida por Rados Novakovic, y Demencia 13, de Francis Ford Coppola en su primera aventura tras las cámaras como director absoluto. Eso da una idea del volumen de trabajo que era capaz de poner en circulación. No todo fue bueno, en absoluto, pero sí es verdad que fue un período en el que Corman hizo sus obras más personales, sobre todo The intruder y El hombre con rayos X en los ojos, que ponían en juego su cínica mirada, su legendaria tacañería, su maestría en el rodaje rápido y, a la vez, su forma de pensar, siempre particular y siempre marginal.

1 comentario:

Sisifo1984 dijo...

Buen repaso a la trayectoria de este icono cinematográfico. Dicen que fue mejor productor que director. Echo de menos en el artículo alguna referencia a La mascara de la muerte roja, una de mis preferidas.