Una
mujer está llegando a su propio callejón sin salida. Se ha refugiado detrás de
una máscara de crueldad y dureza sólo para disfrazar su terrible pánico a la
soledad. Un día, probó el sabor de la gloria. Una medalla colgó de su pecho
mientras el público aclamaba su nombre en unas olimpíadas. Sin embargo, la edad
no perdona y llegó la retirada y el paso a un segundo plano tras los gritos de
ordeno y mando desde la atalaya del cargo de entrenadora de la selección
femenina de gimnasia rítmica. No quiso darse cuenta de que, desde esa torre,
apenas era objeto de atención para el público que tanto la quiso. De ahí, la
vileza. De ahí, la sequedad de una búsqueda del éxito que no es más que otro
disimulo hacia el fracaso.
Su rostro ha adquirido
la angulosidad propia de la abyección. No admite que sus pupilas hagan algo en
contra de sus indicaciones. No hay piedad. Ni motivación. Ni humanidad. Sólo la
orden austera acompañada de alguna palmada para llamar la atención. Cuando las luces
del tatami se apagan, vuelve a casa y el fracaso vuelve a aparecer de forma
abrupta y definitiva. La soledad se cierne, se presenta en su forma más
depredadora. Y ella no lo soporta. No puede con ella. No nació para salir
adelante sin compañía. Aunque, en su eterna representación, se esfuerce en
apartar a todo el mundo de su lado. Entra en caída libre. Y ya sólo queda la
lesión.
El interés visual que
pone en juego la directora Laura Jou es una de las principales virtudes de esta
película. Hay transiciones sobresalientes, combinados de cámara lenta y acción
real manejados con destreza, alguna que otra metáfora de buen descifrado.
También la interpretación ajustada de Belén Rueda, sobre la que gira toda la
historia, resulta convincente y familiar porque, quien más o menos, todos hemos
conocido a alguien que se comporta de manera parecida a la de esa entrenadora
que no conoce la comprensión, ni sabe dónde está el límite de su autoridad
porque sigue echando telones sobre la amenaza de esa soledad que le va a
otorgar un cero en el ejercicio de suelo. Quizá, el único reproche fundado sea
su tramo final en el que no existe un resarcimiento para el público que ha
asistido a la caída a los infiernos sin que eso quiera decir que no haya una
redención. La factura de la película es impecable, por mucho que nos suene
aquel escándalo que salpicó a la seleccionadora nacional de natación
sincronizada por el trato vejatorio que dispensaba a sus nadadoras. Lo
políticamente correcto también es objeto de crítica, sobre todo en su parte más
pública, más preocupada en dar una imagen que en conseguir un éxito que se
antoja al alcance de la mano. Y, tal vez, puede que haya un toque de atención
en métodos que son bastante familiares para todos aquellos que han practicado
un deporte de competición estando suficientemente cerca de la élite.
Así que no hay que dejarse engañar por todos esos supuestos consejos que apelan al interior del alma, tratando de sacar un mensaje que se pueda transmitir a través de una exigencia desorbitada. Hay una búsqueda de gloria, quizá de otro tipo, en toda esa exacerbada ira, como tratando de llevarse un pedazo del oro que espera al auténtico talento. El deporte depende de muchos factores y, por supuesto, el sacrificio y el trabajo duro es uno de ellos. Implacable, impecable y demoledor. Sin olvidar, en ningún momento, que hay personas detrás, que tienen derecho a una vida, a unas inquietudes, a un rincón de conciencia en el que se puede llegar a pensar que la bondad y las buenas maneras existen. No todo es el grito. Y la repetición cuando las fuerzas llegan a la extenuación absoluta. La vida, en el fondo, es algo así. Hay que repetir y repetir hasta que el ejercicio salga bien, aunque la nota baja del jurado sea la condena a la soledad.
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