Álex
de Large es un hijo de su tiempo. Es un chaval que no duda en atiborrarse de
leche alucinógena y, a primera vista, podría parecer que sólo quiere destruir
porque ha desarrollado una pasión incontrolable por acabar con todo. Le parece
divertido. Sin embargo, es lo que ha vivido porque le ha tocado moverse en una
sociedad que ha desarrollado una pasión incontrolable por arrasar con cualquier
cosa. La educación es pura corrupción sexual. Las relaciones humanas son
corrupciones educadas. El simple hecho de comprar puede acabar en una
corrupción pervertida. Con todo ese entorno bombardeando, no cabe duda de que
Alex podrá construir una rebelión en su cabeza y deshacerse de sus camaradas
drugos, que le acompañan a todas partes con ese uniforme de maestro de
ceremonias de la violencia en un ambiente despersonalizado, gris, deforme y
casi grotesco. Irá dejando un rastro de semen y sangre e, inevitablemente,
pasará a la fase dos de ese futuro de decepción y espanto. La cárcel será un
mundo de muros tan negros como el alma y Alex pasará a un programa
revolucionario de reinserción en el que, por supuesto, se incluye la tortura
para que sea consciente del inmenso dolor que ha causado. Algunos, en uno de
esos rincones ignotos del globo terráqueo, lo llaman Método Ludovici. En
cualquier caso, Alex sentirá asco por lo que ha hecho e, incluso, experimentará
una profunda aversión por su adorado Ludwig van Beethoven, el genio que, con su
música, inspiró a Alex los actos más bellamente violentos, casi poéticos que llegó
a crear dentro de su pensamiento enfermo.
El
Método Ludovici es estupendo, pero no tiene en cuenta el rechazo vengativo de
las víctimas que ha causado el desenfreno de Alex. Tendrá que descender a los
infiernos para darse cuenta de que, allí, se va a mover como pez en el agua.
Sólo tendrá que dejarse dar de comer, sumergirse en la insolencia silenciosa y
aprovecharse de un sistema que, para variar, es muy corrupto. Es ese tipo de
mecanismos que compra lo que necesita, a cualquier precio, lo subyuga tras una
cortina de corrupción y hace suyo al ciudadano que sabe más de lo que conviene.
Stanley
Kubrick dirigió esta película con algunas secuencias que resultan inolvidables
para todo aquel que ha disfrutado alguna vez de buen cine. Es cierto que su
violencia es tan escalofriante que, en alguna ocasión que otra, no cabe más
solución que volver la cabeza, pero es una crítica burlona hacia un camino que
hemos tomado y que no tiene viaje de vuelta. Malcolm McDowell se ajusta
perfectamente a ese perfil de joven sin respeto por nada, ni por nadie, que
sólo quiere dar un paso más en pos de la depravación moral y que es obligado a
aceptar unas reglas que ni siquiera la sociedad respeta. Por último, Kubrick
nos coloca frente al espejo de una sociedad tremendamente hipócrita, dispuesta
a aceptar a uno de sus miembros más degenerados con tal de que calle y se
aproveche. Así es como nacen los auténticos dominadores.
Sin
esperanza, sin condición, sin ningún respiro porque no hay ningún personaje con
el que el espectador se pueda sentir identificado, Álex de Large es ese ser
humano producto de la Naturaleza que es obligado a comportarse como un robot.
Al fondo, Orwell y la certeza de que todo lo que nos espera va a ser un vaso de
leche surgido de los pechos de una escultura femenina y que nos va a
proporcionar un estado de nervios que sólo podrá desahogarse a través del
golpe, de la rabia y del arrasamiento.
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