Un círculo de muerte
para saldar cuentas. Al fin y al cabo, el Oeste no hace amigos y los sonidos de
los revólveres hablan con elocuencia cuando el dinero es el motivo. Los hombres
se miran, escrutando sus movimientos, esperando la hora de desenfundar y que la
sangre juzgue quién es el próximo rico. Los dedos se preparan, tensos; los
rostros se contraen, expectantes; el calor se toca, pegajoso y la resolución
está al caer. Las tumbas están abiertas y los días parecen más largos porque se
antojan los últimos. Tuco lo sabe bien desde hace algunos años a pesar de que
ha ido ganándose la vida a base de engaños y de traiciones. Sentencia siempre
se ha arrimado a la situación más ventajosa, tratando de sacar oro de una
tierra cicatera. Rubio es el hombre sin nombre, el tipo que utiliza el revólver
con inteligencia y el rifle con precisión. El dinero no entiende de nombres.
Sólo de disparos. Y aquí se van a hendir en la carne más vil, atraída por la
avaricia, por un puñado de billetes y de monedas que están enterrados ahí
mismo, al lado de la muerte.
Para llegar a ese
cementerio que parece estar diseñado por un geómetra, hay que atravesar
desiertos, escuchar confidencias, disparar por la espalda y torturar a los
competidores. Si no, la meta es imposible. Es dinero sin dueño que espera que
lo desentierren, como un muerto que quiere volver a la vida. Ya no valen ni
antiguas asociaciones, ni uniformes manchados con el deshonor. El Oeste no
tiene piedad con los que buscan la riqueza y hace sufrir con intensidad a los
que desafían su ley que, casi siempre, es la del más fuerte, aunque aquí va a
ser también la del más listo. Si falta cualquiera de las dos, el resultado es
un cadáver entre sepulturas.
Clint Eastwood, Eli
Wallach y Lee Van Cleef ponen en juego todo un repertorio de miradas para
llegar al lugar que Sergio Leone les tiene reservado en la historia del cine.
Con sus duelos largos, casi paroxísticos, con esa ópera que huele a muerte bajo
la música del siempre oportuno Morricone, con la seguridad de que el paisaje
español ofrece la suficiente aridez como para que las balas duelan el doble y
el oportunismo sea la mitad de la hazaña. Quizá alguna vez hubo un bueno, un
feo y un malo cabalgando por los montes y rocas de una tierra hostil en busca
de un botín que tuvieron al alcance de la mano y que nadie pensó en repartir.
Atrás quedan demasiadas jugarretas para seguir ganándose la vida con mugrientas
partidas de cartas, asaltos triviales en los que solo se puede robar el aliento
ajeno y ofensas de un honor que, sencillamente, nadie tiene. Algo huele a
muerte…y está seguido de muchos ceros.
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