El
veneno de la actuación suele ser tan fuerte que se puede hacer cualquier cosa
con tal de conseguir una ovación más, o una carcajada más, o ese momento mágico
de complicidad con el público en el que se establece un código tácito de acción
y reacción. Stan Laurel y Oliver Hardy fue, probablemente, la pareja de cómicos
más aplaudida de toda la historia del cine. Nunca hubo nadie como ellos y
fueron fuente de inspiración para muchos de los que vinieron detrás. Desde
Woody Allen a Jerry Lewis pasando por Mel Brooks o Marcel Marceau.
Como todas las parejas,
tuvieron sus desavenencias, pero no dudaron en volver a reunirse para buscar
esa última ovación que les devolviera la vida de los aplausos, la jovialidad de
las carcajadas de un público que siempre estaba a favor a pesar de que la
Segunda Guerra Mundial había apagado muchas luces y era más difícil hacer reír.
Se subieron al escenario para regresar al vodevil y, siempre con trabajo y
esfuerzo, consiguieron que los focos les enfocaran de nuevo. Sólo la misma
vida, ingrata y cicatera, pudo hacer que dejaran de actuar juntos y, claro, el
mundo se puso un poco más serio.
Sin embargo, durante
esa última gira por el Reino Unido ambos se dieron cuenta de que la ovación más
importante, la que más deseaban, era la de la amistad que les unía. Aquellos
dos hombres eran hermanos, con sus peleas, con sus rencores, con sus
distanciamientos y con sus abrazos. Siempre con la conciencia segura de que el
auténtico genio de la pareja era Stan Laurel, sabían crear magia y
transmitirla, hacían de la torpeza todo un arte y repitieron sus roles hasta
que ya no pudieron más. Y lo que es aún más de agradecer es que intentaron que,
en todas sus apariciones públicas, su humor continuara representándolos, dando
al público lo que querían ver, sin dejar de trabajar cuando estaban delante de
la prensa, o de unos niños, o de una cámara de noticiario.
Impresionante trabajo
de Steve Coogan como Stan Laurel, copiando todos sus gestos, imitando hasta su
forma de andar, mimetizándose a la perfección hasta tal punto que se llega a
creer que el gran cómico ha vuelto de entre los muertos. No cabe decir menos de
John C. Reilly que dota a Oliver Hardy de humanidad, de razones para odiar a
Laurel y de entender el último fin de una pareja que hizo de la risa su razón
de ser. La dirección de Jon. S. Baird es cuidada, con una ambientación
excepcional, llegando a emocionar en su homenaje a esta entrañable pareja que
dejó su impronta para toda la eternidad. Más allá de los kilos de más. Más allá
de los celos de menos.
Y es que hay que
ahorrarse a los intermediarios cuando se trata de comerciar con la risa. Las
nuevas generaciones quizá hayan oído hablar de ellos, pero no los han probado y
eso es algo que habría que remediar con urgencia. Esta película trata de
introducir esas ganas de revisitar sus rutinas cómicas, su humor que oscilaba
entre la repetición y la finura, su entrega total a la hora de ejecutar su
famoso baile que, esta vez sí, supo arrancar la última ovación que tanto
merecían. Y, de paso, asentar el cariño que se profesaban porque, en el fondo,
sabían que el uno sin el otro valía muy poco, y no sólo en un plató o en un
escenario. También en las risas que se provocaban entre ellos fabricando islas
del absurdo en una vida que se ha empeñado con insistencia en matar las
ilusiones. Stan y Ollie nunca la perdieron.
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