Dulce señora sin nombre
que te enamoraste de un hombre encantador que algo oculta en su pasado más
reciente. Le encontraste ahí, mirando al mar, como queriendo alcanzar algún
sueño cuando lo que deseaba realmente era dejar atrás alguna pesadilla. Quisiste
hacerle feliz haciéndote cargo de una mansión fabulosa llamada Manderley, como
si anhelaras echar de allí a los fantasmas que la habitaban, incluido el de una
dama que a todos conquistaba con su elegancia, con su sonrisa, con su belleza y
su inteligencia. Se llamaba Rebeca. Sí, tenía un nombre, no como tú. Ella leía
la correspondencia, la contestaba, se ocupaba del menú sugiriendo platos a la
señora Danvers. Organizaba fiestas opulentas y se ocupaba de mantener la
fachada de Manderley y todo lo que representaba en una impoluta apariencia de
señorío. Nada más lejos de la verdad, dulce señora sin nombre.
Quizá una noche, ella
mostró su verdadero rostro y a Max, tu marido, se le vinieron todos los cielos
al infierno. Tal vez no quisiera ejercer como la señora de Winter y esa
respetable apariencia que se ocupaba de mantener no fuera más que la misma
mentira de sus sentimientos. Su sombra era alargada, pero falsa. Su elegancia
era magnífica, pero sólo exterior. Era la más hermosa de las criaturas, pero también
el más horrible de los monstruos. Sé que deambulas por los rincones de
Manderley y te la encuentras a cada paso, pero no deberías dar demasiada
importancia a tus tropiezos, dulce señora. Todo es decorado, todo es tan ideal
que, por fuerza, tiene que ser muerte y, para demostrártelo, Manderley arderá,
dejando en sus cenizas el recuerdo de dos mujeres que nunca tuvieron que pisar
sus suelos, ni gobernar sus muros, ni airear sus cortinas, ni vivir entre sus
paredes.
La primera aventura
americana de Alfred Hitchcock dejó a todos boquiabiertos y maravillados. Rebeca es Joan Fontaine, es Laurence
Olivier, es Judith Anderson, es el peso del recuerdo, tan inamovible, tan
aplastante, que puede aniquilar cualquier otro intento de vida mientras la
crueldad se extiende por corazones de piedra y por memorias en trance de
olvido. No faltan los advenedizos que, presos de la envidia, tratan de hacerse
con las existencias ajenas invadiendo sus debilidades hasta la humillación.
Bien lo sabes, dulce señora sin nombre, porque estuviste al servicio de una
estúpida que apenas pudo creer en su derrota de tan alto que creía hallarse.
Anoche, soñaste que volvías a Manderley y que empezabas de nuevo en algún lugar
de la Costa Azul, dispuesta a salir de tu hoyo de timidez y ninguneo y abrazar
al amor de tu vida al que crees demasiado lejano cuando, en realidad, está
mucho, mucho más cerca de lo que nunca llegarás a pensar. El amor es así, dulce
señora. Sólo depende del punto de vista con el que te arriesgues a observarlo.
2 comentarios:
No sé qué debilidades puede tener una película que lo tiene absolutamente todo. Me he ido por gusto a ver la ficha para ver qué directores competían aquel año con Hitch por el Oscar a Mejor Director. Perdió ante el John Ford de "Las uvas de la ira" y por ahí estaba también Sam Wood, Willyam Wyler y George Cukor. La verdad es que había nivel, pero, con todos mis respetos a todos ellos, el trabajo de Hitch en esta película es imperial. En cuanto a películas, pues sí, estaban "Las uvas de la ira", "Historias de Filadelfia", "El gran dictador"... Vaya, igualito que lo de este año.
Abrazos con la rebequita puesta
Y eso que, en el fondo, más que un misterio "Rebeca" es un melodrama, si se quiere inquietante, pero melodrama. Y es cierto que el trabajo de Hitch es imperial aunque, la verdad, me alegro de no ser miembro de la Academia aquellos años porque, sinceramente, no sé si elegiría a Jack con sus uvas o al tío Alfred con su misterio. Ambos serían merecidísimos.
Abrazos desde debajo del agua.
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