El fuego toma aliento y
luego expira su lengua amarilla en busca de presas a las que devorar. Es una
bestia a la que hay que controlar con todo lo que se tenga a mano, porque la
lucha contra él debe ser con la inteligencia como arma. El valor también se
acepta, pero cuidado con él, puede arrojar al más temerario a las mismas fauces
del infierno. El fuego, en el fondo, es como el pasado, que se revive una y
otra vez, haciendo heridas en lo que más querías. Por eso, es difícil
vislumbrar el destino cuando todo arde alrededor. Por allí, la corrupción
política. Por aquí, la tergiversación del cariño. El tiempo pasa y, a menudo,
no cierra las cicatrices. Suena la alarma. Hay que salir corriendo. Cualquier
segundo puede valer una vida humana. El fuego espera, con sus ojos de rojo
intenso, con su capacidad para colarse por los resquicios más impensables, con
su sed de destrucción. Quizá se trate de hacer que los hombres cobardes, los
que nunca sirvieron para nada, se conviertan en los más valientes.
Husmeando por los
rincones chamuscados, se halla un investigador que probó la marca del fuego en
su piel. Es tranquilo y metódico y sabe lo que se hace. Él es el que decide si
el incendio fue fortuito o provocado y las pistas están allí mismo, bajo una montaña
de cenizas. Es tan concienzudo que no se olvida de ir todos los años a una
junta de rehabilitación para demostrar a los vocales que los pirómanos no
tienen curación porque sabe perfectamente que, si pudieran, prenderían fuego al
mundo entero. Para él, es una cuestión evidente. Para los demás, el engaño
puede funcionar. Puede que ese individuo sea el mejor maestro para alguien que
intenta buscar sin encontrar respuestas. Puede que, al fin y al cabo, el menor
de los hermanos McCaffrey se haga un bombero de verdad. En medio del calor
abrasador, alguien lo proclamará.
La mayor virtud de esta
película, aparte de la aparición en pantalla de unos sobrios y extraordinarios
Robert de Niro y Donald Sutherland, es el manejo del fuego como un personaje
más en la interminable lucha que se emprende contra él. Aquí vemos sus formas,
sus hechizos, sus atracciones y sus devastaciones. Por otro lado, la película
se resiente de un actor tan limitado como William Baldwin, que es incapaz de
dar profundidad a un personaje que sí la tiene. Está bien dirigida por Ron
Howard, con un notable sentido del espectáculo y de la acción. Contiene un
homenaje a esos luchadores de casco y manguera que tratan de protegernos a
todos de la amenaza de las llamas y hay entretenimiento, con sentido, con ardor
y un buen vaso de agua.
Y es que no es fácil
decidirse a luchar frontalmente contra esa criatura que se mueve y parece que
piensa como un dragón de ciudad. Las construcciones con vigas de madera ayudan
poco y habría que tener siempre en cuenta que, cuando un bombero llega a una
casa, no la conoce en absoluto. Tal vez, por eso tienen el valor de adentrarse
en ellas. Si lo pensaran y la conocieran, aparte de un tiempo precioso, verían
que allí hay gato encerrado desde que se plantaron los cimientos. Casco,
chaqueta, manguera, agua, por favor. Y apártense. Los escombros suelen aliarse
con el insinuante baile de la llama viva.
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