El
tipo ha emprendido una guerra contra la élite. Tal vez no quiere que
determinados cuadros estén en manos que sólo conocen una buena parte de fraude
y una pequeña porción de arte. Cree que la belleza es sólo patrimonio de los
que la entienden, por mucho que sea algo grotesca, caricaturas de un pueblo que
no sabe reírse de sí mismo salvo que haya mucho público delante. Y ya llega un
momento en que se empieza a no distinguir entre una idea y un fingimiento.
La Inspectora Carmen
Cobos es ácido. Lleva demasiadas patrullas nocturnas a sus espaldas y no está
para historias. La vida empezó a tirar de sus piernas hace algún tiempo y,
desde entonces, va cuesta abajo. Salta de cama en cama, trata de obtener unos
fugaces instantes de algo parecido al cariño y paga siempre con la indiferencia
y el desprecio. Ha tenido que enseñar la placa en demasiadas ocasiones y el
cansancio se ceba en sus ojos de expresión que buscan razones como alimento.
Realmente no posee nada. Sólo el trabajo. El ir y venir diario en busca de
algún asesino que mantenga su mente ocupada. Y aún así, trata de encontrar
motivos para seguir en el fondo de un vaso, en el fondo de un insulto o en el
fondo de la nada.
La Subinspectora Eva
González es esperanza. Para ella, hay vida después de la última detención. Cree
que las personas no deben dejar de serlo sólo porque tienen la obligación de
realizar un trabajo sórdido e ingrato. En su rutina, hay algo más que
investigaciones, callejones sin salida, violencia y desprecio. Guarda respeto
por todo y por todos. Es algo ingenua, pero los días curarán esa enfermedad.
Trata de establecer contacto y, casi siempre, recibe un portazo en las narices.
Sólo tiene su inteligencia, su tesón y su aprecio incomprensible por todos.
Incluso por quien la mira y sólo ve una suerte inalcanzable y una existencia
envidiada en odio. A veces, se distrae un poco, pero es eficiente y está ahí en
todas las situaciones en las que el ánimo trata de hacer mella. Ella tiene
motivos para seguir y no los busca en ningún sitio.
Gerardo Herrero ha
dirigido esta película con cierta elegancia aunque, en algunos pasajes, parece
como alargada en exceso. La persecución que se emprende hacia un asesino en
serie que plantea su misión como una lucha de clases bajo la premisa de que
ninguna fortuna es honesta llega a ser apasionante en algunos tramos, pero
también previsible. La sobriedad es el santo y seña, pero se olvida en el
desenlace. Quizá demasiadas contraindicaciones para un director que siempre ha
sabido ser elegante y muy preciso, conectando siempre con un género que suele
dominar con cierta altura y que, en esta ocasión, se pierde un tanto tratando
de encontrar un equilibrio entre caso y persona. Y eso que las chicas, Maribel
Verdú y Aura Garrido, dan lo mejor de sí mismas con un aire de vuelta de todo y
de naturalidad urbana.
Las mujeres tienen una
ventaja sobre los hombres a la hora de investigar. Son perseverantes y
creativas. Huyen de los procedimientos habituales y tocan las hebras ignotas de
la noche y de lo improbable. Goya se presenta como un móvil a tener en cuenta y
el esperpento del coleccionista de arte toma un interesante cuerpo alrededor
del misterio. Lo que no saben es que la insistencia es la mejor arma a la hora
de saltar los muros de calles sin salida y que la traición, presente en todos
los ámbitos, es mucho más fuerte en los altos ambientes del Barrio de
Salamanca. La pintura se adentra en el espíritu y, por eso, los criminales
pueden tirar de la fantasía que otros reflejaron. Sólo es necesario componer
una perfecta puesta en escena.
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