La vida, en algunas
ocasiones, requiere soluciones drásticas. Es posible que, en un momento dado,
un hombre sin alma se dé cuenta de que sí la tiene y que debe empezar a
buscarla porque se mira en el espejo y sólo ve un monstruo. Demasiados huesos
rotos, demasiadas palizas mortales, demasiados disparos a medianoche. Es hora
de desaparecer y deshacerse del pasado de una vez por todas y experimentar a
vivir algo que, sencillamente, es la existencia de un hombre normal. Una casa
en algún sitio perdido, una chica, una familia, hijos, un pequeño y próspero
negocio en una comunidad que cuida de los suyos. Tal vez, cuando la gente habla
de felicidad, se refiere a esto. A una perfecta normalidad. Lástima que el
mundo sea un pañuelo.
Un pañuelo para secar
unas cuantas lágrimas al ver cómo se escapa la felicidad tantas veces
trabajada. Un pañuelo para quitarse el sudor de la frente con el que uno se
gana el pan. Un pañuelo para limpiar la sangre que, sin duda, va a tener que
correr con ligereza. Un pañuelo porque de todos los establecimientos del mundo,
esos dos desalmados, espejos de quien dejó todo atrás, tuvieran que entrar en
su negocio, en esa cafetería. Sólo que querían algo más que un café.
Y así el presente se
esfuma como por arte de encantamiento y el pasado vuelve con más fuerza que
nunca. Es fácil reconocer a un tipo cuando sale en la prensa y su rostro ha
sido el más buscado en el mundo de los bajos fondos. El cataclismo familiar
ocurre, a pesar de que el engaño se prolonga tanto como se puede, y todo por lo
que se ha luchado se vuelve banal, fútil, inútil, leve. Ahora se trata de
asesinar al pasado que se empeña en volver. Y para ello va a haber que aceptar
lo que uno ha sido, decirlo, afrontarlo y actuar en consecuencia. Y esas consecuencias
no van a gustar a unos cuantos. Es el precio que se paga por sacar del
anonimato a quien lo buscó conscientemente.
A pesar de ello, en la
familia, algo hace que se mueva el suelo, como si hubiera una pizca de morbo en
quien rechaza, o una migaja de violencia escondida en la inocencia. Los genes
se heredan, y es el momento de acabar con cualquier posibilidad de volver al
pasado para siempre revisitándolo unas pocas horas. Ya no más cafés. Ahora es
cuando hay sufrir, matar, ajustar cuentas y tener aún más clara la idea de
dónde se halla la auténtica familia.
Quizá ésta sea la mejor
película que haya hecho nunca un realizador tan irregular y tan personal como
David Cronenberg. Supo rodearse de un reparto competente que dio cuerpo y forma
a las circunstancias que agobian al hombre pretendidamente normal bajo el
rostro de Viggo Mortensen, la sensualidad y amargura de María Bello (una
estupenda actriz habitualmente desaprovechada) y la siniestralidad diversa que
exhiben dos actores de la talla de Ed Harris y William Hurt. Se trata de contar
una historia de violencia…pero esa historia no es la que vemos, es la que
arrastra ese hombre normal a sus espaldas, como si quisiera abandonarla y
pegarla dos tiros.
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