Las deudas suelen
olvidarse con demasiada facilidad. Más que nada porque se prefiere no pagar y
lo malo es que hay algunos cobradores que llevan un cuidadoso registro de
morosos. Parece que hace algo más de calor de lo habitual y Harry Angel debe
buscar aquello que se le escapa. Ni siquiera sabe muy bien qué es, pero debe
hacerlo. Quizá, un día, vendió su alma al diablo y el precio fue olvidarse de
las cosas que hace mal. Y no hablamos de un mal menor, precisamente. Las calles
de Nueva York se tornan en las de Nueva Orléans y por allí abundan los ritos
ancestrales, con cuellos de gallo cortados y sangre sobre la piel. El sudor ya
no es tal. Ahora es un condimento indispensable para moverse por las
intrincadas calles del infierno. Puede que todo sea tan sencillo como coger un
ascensor con la última parada en el sótano. Puede que haya fenómenos un tanto
inexplicables en la maraña de sensaciones que parecen emanar de una
investigación que se antoja tan complicada como fantástica. El cine negro se
pasea de la mano con el mal y, a menudo, hay que arrojarse a las mismas
entrañas de la oscuridad para descifrar el enigma. Basta con degustar con
delectación un huevo y la inquietud asoma sin saber muy bien por qué. Harry
Angel es detective privado. Louis Cypher es su cliente. Y lo único que hay que
hacer es buscar al hombre adecuado.
En el universo de
sensaciones en las que tiene que bucear Harry Angel, también se encuentran las
suyas propias. Hay algo que le incomoda, que no sabe muy bien qué es, pero que
está ahí, estorbándole en la espalda, en el corazón y en el interior. El blanco
y negro se funde con el rojo y lo que es amor, es furia. Difícil investigación
para el pobre Harry. Es posible que no quiera encontrar lo que tiene que
buscar. Él presiente lo que es, pero es que él no es quien dice ser y nada es
lo que parece. El ambiente es plomizo y las ropas se pegan a la piel bañadas en
el agua de la angustia. Las uñas en la madera. El deseo en la muerte. La
sensualidad sugerida. Baila el mal. Y hay corazones que se tienen que extraer
porque han jugado con lo que no debían.
En su época, se dijo
que Mickey Rourke, durante el rodaje de esta película, no hacía más que
acercarse a Robert de Niro para decirle que era mejor actor, que tenía más
éxito y que eso la gente lo notaba. El actor italoamericano sólo le miraba y le
castigaba con el látigo de la indiferencia, lo cual encrespaba a Rourke. Lo
cierto es que, en su día, se habló mucho de este viaje a las tinieblas y,
pasados los años, ha caído en el olvido, como las deudas que se deben pagar.
Ahora mismo, estoy apretando el último botón del ascensor y las rejas se
suceden delante de mí y tengo la sensación de que este artículo no es
suficiente para hacer justicia a la película de Alan Parker. Puede que llegó la
hora de que el diablo se coma otro huevo duro.
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