martes, 1 de octubre de 2019

DREAMGIRLS (2006), de Bill Condon



Estoy sentado en la butaca, esperando que se produzca la magia de la imagen en esa pantalla blanca que me mira orgullosa. En la sala, hay una leve música de fondo. Ignoro si pertenece a la película o no, pero lo dudo. No voy con muchas esperanzas. La verdad es que ir a ver un musical basado lejanamente en los avatares de Diana Ross y las Supremes no es que me atraiga demasiado. Me imagino una película con amor, con algún elemento discordante, música de los sesenta y, sobre todo, de los setenta, y un festival a cargo de Beyoncé Knowles, que es la estrella del momento. Las luces se apagan. Comienzan los consabidos anuncios y trailers. Quizá la semana que viene vaya a ver ésta otra. Seguro que voy más animado, más entonado.
La luz de la pantalla se ilumina y la película empieza. Veo que hay cierta clase en la presentación y, sin quererlo ni beberlo, estas tres chicas que cantan como ángeles me hacen bailar los pies con Move, una canción que sirve para introducir al grupo. La fotografía es buena y hay una virtud que me encandila: la realización opta por la elegancia. ¿Quién es el director? Ah, sí, Bill Condon, aquel que dirigió esa maravilla llamada Dioses y monstruos. Los planos son fijos, nada de cámara al hombro, los números musicales se ven y cada canción supera a la anterior. Y me fijo en algo que me llama muchísimo la atención. No es un festival a cargo de Beyoncé Knowles, sino que la estrella de la película se llama Jennifer Hudson, una chica de color de altura considerable y cuerpo nada discreto que exhibe una voz prodigiosa, actuando con alma y soltura, soltando auténticas filigranas vocales que dejan a Beyoncé con un papel agradecido, pero menor. Por ahí está también Eddie Murphy en un registro muy poco habitual. Un cantante que recuerda vagamente a James Brown y que también demuestra lo bien que domina el arte de la música. La película me está llevando en volandas, hasta que sale Jennifer Hudson y canta ese tema, increíble, lleno de furia y sentido titulado And I am telling you I´m not going y siento que la emoción me recoge y que los ojos se me humedecen. A través de una canción estoy sintiendo que no siempre se valora el inmenso talento que puedes llegar a tener, que el hecho de ser guapa o ser feo también cuenta, que más vale no exigir tu lugar en el sol si no quieres perder tu sitio en la sombra. Yo caigo con Jennifer Hudson en esa canción, y me lleno de rabia, y de rencor y de aire comprimido en mis pulmones.
A partir de ahí, la película decae. Es muy difícil igualar esa cima en la trama y en la música, pero aún así, ves el mundo de intereses que se forma alrededor del éxito y, a pesar de que todo se dirige hacia un pequeño final feliz, te das cuenta de que la película está bien dirigida, bien interpretada, bien cantada, bien escrita, con sus grandes historias y sus historias pequeñas, con los detalles escogidos para que todo tenga su importancia y, sobre todo, con Jennifer Hudson haciendo que apriete los puños y clame por una pírrica victoria en el devenir de estas chicas que no son las Supremes, pero que colocaron toda una antología del soul con enormes dificultades técnicas en sus voces a través de las composiciones modernas de un musical que hace que no quieras levantarte de la butaca en la que te habías sentado, algo derrotado, en un principio. No, no es una obra maestra, es una buena película que se oye, se ve y, también, se siente. Sólo la historia de tres chicas de ensueño que quisieron dedicarse a lo que más les gustaba.

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