El destino juega muy
malas pasadas. A menudo, las personas son las que lo propician con sus actos,
pero él va por libre y, si es necesario dar una vuelta de tuerca a los
acontecimientos, lo hace. Un viaje en medio de una tormenta. Unas fotos indiscretas.
Un marido loco de celos que contrata a un detective privado para que mate a los
amantes. Un mechero dejado descuidadamente encima de una mesa y tapado con unos
peces malolientes. Un disparo con la pistola de la mujer. Tres balas. El
gatillo que se mueve sin resultado. Una luz encendida a destiempo. Un tipo que
debería estar muerto y es enterrado vivo. El sur árido. Nada es casual. Los
malentendidos se suceden. Él cree que ella es la asesina. Ella cree que él ha
hecho algo malo. El amor imposible. El destino se ríe. Tan alto y tan fuerte
como una mano atrapada en el quicio de una ventana. Nada sale como estaba
previsto. Los amantes no estarán juntos. El marido no obtendrá venganza. El
detective no conseguirá el dinero. Y la vida seguirá con ese afán por ser
inescrutable, indescifrable, ininteligible. Derramar la sangre es muy fácil,
sí. Limpiarla, no tanto.
El ritmo es tan pausado
como esas líneas que engulle el coche a su paso por la carretera. Los silencios
se suceden como los huecos vacíos del tambor de un revólver. La historia es
terrible porque va dejando demasiados muertos y el destino ahí sigue,
impasible, con media sonrisa y ojos crueles. Sin mover un músculo de más. Sin
cometer un error de menos. Sí, porque en esta historia bastaría con que una
sola cosa saliera bien para que todo lo demás fuera diferente. Así, huiría el
fatalismo. Al final, sólo quedarán las lágrimas por haber desatado la burla del
hado. Y ya no habrá nadie que quite la sangre que se ha derramado a espuertas.
La primera película de
los hermanos Coen, de asumida modestia, delata ya la personalidad de unos
cineastas únicos que, con muy pocos medios y muy pocos actores, urdieron una
terrible historia de asesinatos y pasiones. Entre medias, ya asoman algunas
constantes de su filmografía posterior. Las cañerías, la secuencia onírica de
rigor, la introducción en la trama por parte de un narrador cualquiera, el
asesinato inesperado que hace bajar las cejas fruncidas de inmediato, la corta
inteligencia de sus personajes, el paisaje como protagonista y esa sensación
que te dejan siempre de que no es necesario entender nada porque las cosas
ocurren porque sí.
Además de todo ello, ya
se intuye la gran actriz que ha llegado a ser Frances McDormand y hay
excelentes trabajos por parte de Dan Hedaya y del estupendo Emmett Walsh en la
piel de ese detective privado que no admite risas, desagradable en su aspecto y
que exhibe el suficiente aplomo como para burlarse también de la muerte que a
todos aguarda con una última carcajada. Quizá, después de verla, sea el momento
de agazaparse y procurar pasar inadvertidos frente al destino cuando salga de
caza. Es un rival temible.
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