El agua se lleva los
cadáveres que no han significado nada. La bandera de la montaña que tenía que
moverse permanece en el fondo de un río, como un sueño que duró poco y se
terminó antes. Un hombre se parece a otro y eso, en principio, no tiene nada de
especial. Sin embargo, uno de ellos es un caudillo guerrero, que necesita estar
vivo para imponer su presencia en las interminables guerras feudales del Japón
del siglo XVI. Y, cuando el aliento de la muerte pasa de forma imprevista, es
necesario llamar al doble para que la sombra del guerrero siga en pie,
dominando todo el paisaje de la conquista, protegiendo a los que luchan por su
clan, dando algo tan simple como el amor a un niño que se deja querer. El rojo,
el verde, el negro y el blanco se fusionan para dar muerte a un paisaje de
derrota y de desesperación. Ningún sacrificio ha merecido la pena porque todo
aquello por lo que se luchó yace ahora en la desolación de la nada, de una
sombra que, aunque menor, era absolutamente necesaria. Las lágrimas ya se han
vertido, la desesperación se ha paseado por el campo de batalla, la
incredulidad ha dado paso a la sospecha y la montaña se ha movido. Ya no hay
sombra. Ya no hay cobijo. Ya no hay esperanza.
Los espías se esconden
en todas partes y hay que educar al sustituto para que tenga esa prestancia que
sólo otorga el liderazgo. El sujeto sólo es un ladrón, un ratero que malvive
entre el barro y el desprecio y debe saber sentarse, debe saber atemorizar al
aire, debe saber dominar con la mirada, debe saber. Y, a pesar de todo, siempre
hay algo que se escapa, como la capacidad de calibrar las consecuencias del
sacrificio de asumir la personalidad de otro y poner en fuga la propia. No
habrá lugar para los sentimientos. Sólo un agradecimiento que sabe a poco mientras
se asiste, impotente, al final que nunca debió ocurrir. La sangre fluirá desde
la sombra. El agua se llevará su inútil e ínfima furia.
Akira Kurosawa pudo
realizar esta película gracias a la financiación que aportaron George Lucas y
Francis Ford Coppola. El esfuerzo se vio recompensado con la Palma de Oro en
Cannes en 1980 y, no obstante y de forma muy incomprensible, suele ser una
película muy olvidada cuando se trata de recordar la filmografía del maestro
nipón. Kagemusha es una película
apasionante, oscura, llena de recovecos en la personalidad de alguien que tiene
que asumir que es otro, con movimientos de masas milimétricos, escenas de
batalla extraordinarias, intimidades que remiten a la mayor austeridad y pasión
por una historia que no debe quedar en el olvido porque es una obra de similar
intensidad a la que pudo tener Ran en
la última época del genial cineasta.
Y es que la lluvia alcanza igual a las imitaciones y el viento azota los estandartes hasta que borra su sentido y su propósito. Es tiempo de admitir la desaparición y de apreciar el esfuerzo de otros para que perviva la prosperidad. La sombra del guerrero se confunde con la tierra cuando el sol cambia de posición y así, y sólo así, es cómo las montañas pueden llegar a moverse.
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