Cuando
el fascismo huele, se mueve y actúa, se deja un buen puñado de esquirlas de
metralla por el camino. Es fácil seguir su rastro. Su obsesión por la
prohibición de derechos, por hacer que las sospechas tengan que ser ciertas
porque es la forma más fácil de callar bocas, por esconder informes
comprometedores que harían gritar de pánico a la opinión pública, son algunas
de sus características inconfundibles. Cualquier forma dictatorial tratará de
borrar las huellas de sus errores. Y, con toda probabilidad, siempre habrá
alguien que, desde los lugares más oscuros de la moral, trate de conservarlas.
Uno de los ejemplos más
flagrantes de ese fascismo imperialista fue la detención de más de setecientos
sospechosos de participación en el terrible atentado del 11-S en el campo de
prisioneros de Guantánamo durante años sin tener derecho a juicio alguno. La
intuición era casi la única pista que llevaba a mantenerlos aislados, sometidos
a tortura si ellos creían que se negaban a colaborar. Para ello, no era
necesario negarse. Simplemente proclamar la inocencia ya era suficiente como
para que pasara a un grado de tortura casi innombrable. La seguridad nacional
de los Estados Unidos estaba por encima de cualquier otra consideración.
Incluso de los más elementales factores de cualquier Estado de Derecho. La
inutilidad de los servicios de espionaje, absolutamente volcados en llegar a
todas las ramificaciones de Al-Qaeda, incluyendo las que no tenían ninguna
importancia, llevó a la aberración de sólo conseguir la condena de cinco
terroristas entre los setecientos que estuvieron encerrados. Y ninguna
administración presidencial desde entonces se ha atrevido a pedir perdón.
Hay diversos detalles
que llaman mucho la atención en este caso que describe The Mauritanian. Uno de ellos es el personaje que interpreta de
forma impecable Benedict Cumberbatch como ese fiscal que está deseoso de
imponer condenas a cualquiera que huela a culpable del 11-S, pero que nunca se
olvida del concepto mismo de justicia. La otra es el modo en el que se
construye al mauritano en cuestión por parte de Tahar Rahim, un hombre que
sufre, sin duda, pero que tiene una admirable tendencia a la sonrisa, a no
dejarse vencer, a demostrar su inocencia cuando todo apunta a su culpabilidad.
Jodie Foster, como su abogada defensora, realiza un trabajo notable, pero quizá
ya está un peldaño más abajo. La dirección de Kevin McDonald es mucho más
sobria de los que nos ha tenido acostumbrados con películas como El último rey de Escocia o La sombra del poder, aunque la
utilización de la banda sonora no es sobresaliente. El resultado es una
película ligeramente desequilibrada, que presta, quizá, demasiada atención a la
parte más sórdida cuando es algo que se podría haber sugerido con mucha mayor
elegancia e igual efectividad, pero brillante en algunos tramos, como esa parte
final en la que se llega a saber de primera mano cuál es el verdadero sentido
de la democracia, cuál es su valor, y cuál es el hombre que habita en nuestro
interior.
Como siempre, es necesario superar los prejuicios de cualquier clase para tener la cabeza fría y entresacar la verdad del ruido. Hay que atravesar el desierto de las ideas y tratar de llegar a la moderación. Unos y otros tratarán de confundirnos con un puñado de razones que parecen definitivas y que, sin embargo, no son más que distracciones para que no podamos entrar en el fondo de la cuestión. Y aquellos que lo hagan serán los verdaderos ciudadanos libres que saben de lo que hablan, creen en lo que piensan y no tienen miedo de decirlo.
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