jueves, 25 de marzo de 2021

THE MAURITANIAN (2020), de Kevin McDonald

 

Cuando el fascismo huele, se mueve y actúa, se deja un buen puñado de esquirlas de metralla por el camino. Es fácil seguir su rastro. Su obsesión por la prohibición de derechos, por hacer que las sospechas tengan que ser ciertas porque es la forma más fácil de callar bocas, por esconder informes comprometedores que harían gritar de pánico a la opinión pública, son algunas de sus características inconfundibles. Cualquier forma dictatorial tratará de borrar las huellas de sus errores. Y, con toda probabilidad, siempre habrá alguien que, desde los lugares más oscuros de la moral, trate de conservarlas.

Uno de los ejemplos más flagrantes de ese fascismo imperialista fue la detención de más de setecientos sospechosos de participación en el terrible atentado del 11-S en el campo de prisioneros de Guantánamo durante años sin tener derecho a juicio alguno. La intuición era casi la única pista que llevaba a mantenerlos aislados, sometidos a tortura si ellos creían que se negaban a colaborar. Para ello, no era necesario negarse. Simplemente proclamar la inocencia ya era suficiente como para que pasara a un grado de tortura casi innombrable. La seguridad nacional de los Estados Unidos estaba por encima de cualquier otra consideración. Incluso de los más elementales factores de cualquier Estado de Derecho. La inutilidad de los servicios de espionaje, absolutamente volcados en llegar a todas las ramificaciones de Al-Qaeda, incluyendo las que no tenían ninguna importancia, llevó a la aberración de sólo conseguir la condena de cinco terroristas entre los setecientos que estuvieron encerrados. Y ninguna administración presidencial desde entonces se ha atrevido a pedir perdón.

Hay diversos detalles que llaman mucho la atención en este caso que describe The Mauritanian. Uno de ellos es el personaje que interpreta de forma impecable Benedict Cumberbatch como ese fiscal que está deseoso de imponer condenas a cualquiera que huela a culpable del 11-S, pero que nunca se olvida del concepto mismo de justicia. La otra es el modo en el que se construye al mauritano en cuestión por parte de Tahar Rahim, un hombre que sufre, sin duda, pero que tiene una admirable tendencia a la sonrisa, a no dejarse vencer, a demostrar su inocencia cuando todo apunta a su culpabilidad. Jodie Foster, como su abogada defensora, realiza un trabajo notable, pero quizá ya está un peldaño más abajo. La dirección de Kevin McDonald es mucho más sobria de los que nos ha tenido acostumbrados con películas como El último rey de Escocia o La sombra del poder, aunque la utilización de la banda sonora no es sobresaliente. El resultado es una película ligeramente desequilibrada, que presta, quizá, demasiada atención a la parte más sórdida cuando es algo que se podría haber sugerido con mucha mayor elegancia e igual efectividad, pero brillante en algunos tramos, como esa parte final en la que se llega a saber de primera mano cuál es el verdadero sentido de la democracia, cuál es su valor, y cuál es el hombre que habita en nuestro interior.

Como siempre, es necesario superar los prejuicios de cualquier clase para tener la cabeza fría y entresacar la verdad del ruido. Hay que atravesar el desierto de las ideas y tratar de llegar a la moderación. Unos y otros tratarán de confundirnos con un puñado de razones que parecen definitivas y que, sin embargo, no son más que distracciones para que no podamos entrar en el fondo de la cuestión. Y aquellos que lo hagan serán los verdaderos ciudadanos libres que saben de lo que hablan, creen en lo que piensan y no tienen miedo de decirlo. 

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