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desde cero nunca es fácil. Puede que la casa en la que se cuenten todos los
sueños no sea precisamente la ideal o que el aislamiento no sea la situación
más adecuada para que crezcan unos niños. El ingrediente principal siempre debe
ser el amor. El dinero tendrá que llegar porque si no, el cero nunca se
convertirá en un uno. Habrá que luchar duramente contra el fracaso, que se
queda pegado como si fuera un extraño caldo con asta de ciervo. La vida no está.
Hay que ir a buscarla.
Una familia coreana que
viene de California se instala en Arkansas con la idea de convertirse en
agricultores. El proyecto es a largo plazo y requiere tesón, ganas, apoyo mutuo
y mucho cariño. Las discusiones no tardan en aparecer. La desconfianza se hace
pareja del fracaso y comienzan las suspicacias porque se duda del que debe
empujar. Nada es como se había soñado. Tal vez lo mejor sea volver a
California. Al fin y al cabo, el niño tiene una dolencia de corazón y no es muy
buena idea vivir a una hora del hospital más próximo. La abuela aparece y es
atípica, porque su filosofía es radicalmente simple y lógica, con alguna que
otra palabra malsonante para dejar las cosas bien claras. Para completar el
cuadro, un tipo medio sonado, absorbido por la religión, intentará echar una
mano. Verduras coreanas. ¿A quién se le ocurre?
Él tiene entusiasmo y
fe en lo que pretende hacer. Sin embargo, tiene pocos medios. Pretende
encontrar agua y no pagar por ella. Ya está harto de trabajar como sexador de
pollos y la vida, por fuerza, tiene que dar algún respiro. Ella, por otro lado,
tiene miedo. No se siente con fuerzas para empezar de nuevo, por mucho que el
sueño tenga algún que otro viso de ser una bonita verdad. Quiere relacionarse,
quiere ser una más entre la multitud, aunque los pollos sigan siendo el motor
económico. No quiere vivir en una casa en medio de la nada, con la compañía de
los grillos por la noche, de tormentas en otoño y de la dureza del campo. Y
todo se verá a través de los ojos de un niño que, aún relleno de la más
encantadora inocencia, tratará de encontrar sentido a sus escasos días.
De producción americana, pero hablada casi íntegramente en coreano y con Brad Pitt a los mandos del dinero, no cabe duda de que Minari es un drama realista, ambientado en los ochenta, no demasiado amable y, en algunos pasajes, algo inerme. Sin embargo, funciona en la mayoría de ellos con eficacia porque todo está contado con ternura, rindiéndose a la evidencia de que, sin una cuenta corriente, es imposible encontrar la vida que a todos corresponde. Tal vez porque la verdadera felicidad no se halla en esa búsqueda incesante de ceros que permitan llegar hasta el aprobado vital, sino en la única y auténtica certeza que representa la familia como catalizador y factor de unión. Es posible que ahí se encuentre el triunfo, en la capacidad de mantenerse todos juntos, a pesar de todo y de todos. No importa la decepción, o la posibilidad de empezar de cero cada mañana haciendo que todo resulte casi insoportable. Todo se puede sobrellevar si la familia permanece unida, con el amor como único medio para llegar a todos los objetivos. Puede que, en el fondo, el encanto se pueda cortar a la orilla de un arroyo para asegurar que todo puede tener una continuidad o, al menos, una posibilidad. Por eso, el amor no debe derrocharse, no debe caer en lo inútil, no debe ser fútil, ni frívolo, ni pasajero. Sólo así el cero con los ojos de un niño tendrá algo de atractivo en sus recuerdos de infancia. Sólo así se podrá encontrar un camino en medio de la oscuridad más inhóspita.
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