Un
ingenuo, un psicópata, un perdedor y una chica sin rumbo. Ya están servidas las
cartas para que el asalto a una mansión no salga demasiado bien. Sin embargo,
algo causa una continua extorsión en la historia. Quizá sea la equívoca actitud
de esos propietarios que esconden demasiados secretos detrás de los muros de su
ostentosa casa, o, tal vez, que deciden jugar con las vidas de las personas
porque es lo que hacen habitualmente. Uno de ellos cabecea entre el delirio y
el sueño. El otro, entre el amor y la destrucción.
Así que,
inevitablemente, habrá una ligera inversión de papeles. De la locura
desenfrenada juvenil a la sutil tortura de la ancianidad. Todos ellos son
personajes que han perdido y que tratan de superar sus traumas sin reparar en
emociones. Al fin y al cabo, las únicas que importan son las suyas. Las miradas
asesinas se suceden y puede que el que tiene más cara de malvado no sea el más
retorcido. La manipulación estará ahí mismo, al otro lado del cuchillo, en la
punta de la jeringuilla, en la sangre sin importancia. La violencia desbocada
hará su aparición y todo será una terrible fiesta de muerte, soledad y
encierro.
Puede que esta película
hubiese tenido algo de interés si Julius Berg, su director, se hubiera tomado
las cosas con calma y se hubiese detenido en el siempre inquietante intercambio
de roles que, con tanta inteligencia, nos proponía Joseph Losey en El sirviente. Sin embargo, Berg prefiere
optar por el derrape sin control, por no dar demasiada importancia a una lógica
que debería tener alguna consecuencia y por un catálogo de torturas morales que
acaba por desquiciarse en lo evidente. No hay simpatía por ninguno de los
personajes, lo cual hace que el espectador lo tenga aún más difícil para poder
conectar con una historia pasada de rosca con algún que otro elemento que
podría haber sido interesante. Uno de ellos es la sorpresa de encontrarse con
Rita Tushingham, musa del free cinema británico, ya en su ancianidad dando rienda suelta
a la demencia senil mezclada con la simplemente psicopática en el que es,
posiblemente, el papel más complejo de toda la trama.
En las brumas de una espiral desbocada, siempre hay algún tipo que se cree más listo y que piensa que puede llegar más lejos porque la piedad no forma parte de su muestrario de sentimientos. Claro que un golpe puede acabar con todo eso y, de repente, la cortesía se muestra falsa, amenazante y con una permanente interrogación hacia dónde pueden llevar los acontecimientos. Evidentemente, una de las reglas inamovibles de la ambigüedad se basa en tratar de manipular al más débil y, por supuesto, cuando desde las brumas de la insania se da el visto bueno a la crueldad ya no tiene mucho sentido seguir mirando. Se pierde todo atisbo de sutilidad y la tortura de la pérdida se convierte en el asesinato preclaro que se intuía desde el principio. Por eso, hay que estudiar detenidamente a quién se va a asaltar, quiénes son los propietarios de las mansiones que van a sufrir una invasión de desesperados sin demasiado cerebro. Lo demás es otorgar ventajas a los que disfrutan con el dolor. Y salvaguardar la paz con las rosas, con el cielo nublado, la casa caliente y la vejez en orden no tiene precio. Incluso con la seguridad de que, en algún lugar, hay gente que, por fuerza, debe tener algo de cariño por dos ancianos olvidados por la vida. Por fuerza.
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