jueves, 11 de marzo de 2021

LOS PROPIETARIOS (The owners) (2020), de Julius Berg

 

Un ingenuo, un psicópata, un perdedor y una chica sin rumbo. Ya están servidas las cartas para que el asalto a una mansión no salga demasiado bien. Sin embargo, algo causa una continua extorsión en la historia. Quizá sea la equívoca actitud de esos propietarios que esconden demasiados secretos detrás de los muros de su ostentosa casa, o, tal vez, que deciden jugar con las vidas de las personas porque es lo que hacen habitualmente. Uno de ellos cabecea entre el delirio y el sueño. El otro, entre el amor y la destrucción.

Así que, inevitablemente, habrá una ligera inversión de papeles. De la locura desenfrenada juvenil a la sutil tortura de la ancianidad. Todos ellos son personajes que han perdido y que tratan de superar sus traumas sin reparar en emociones. Al fin y al cabo, las únicas que importan son las suyas. Las miradas asesinas se suceden y puede que el que tiene más cara de malvado no sea el más retorcido. La manipulación estará ahí mismo, al otro lado del cuchillo, en la punta de la jeringuilla, en la sangre sin importancia. La violencia desbocada hará su aparición y todo será una terrible fiesta de muerte, soledad y encierro.

Puede que esta película hubiese tenido algo de interés si Julius Berg, su director, se hubiera tomado las cosas con calma y se hubiese detenido en el siempre inquietante intercambio de roles que, con tanta inteligencia, nos proponía Joseph Losey en El sirviente. Sin embargo, Berg prefiere optar por el derrape sin control, por no dar demasiada importancia a una lógica que debería tener alguna consecuencia y por un catálogo de torturas morales que acaba por desquiciarse en lo evidente. No hay simpatía por ninguno de los personajes, lo cual hace que el espectador lo tenga aún más difícil para poder conectar con una historia pasada de rosca con algún que otro elemento que podría haber sido interesante. Uno de ellos es la sorpresa de encontrarse con Rita Tushingham, musa del free cinema  británico, ya en su ancianidad dando rienda suelta a la demencia senil mezclada con la simplemente psicopática en el que es, posiblemente, el papel más complejo de toda la trama.

En las brumas de una espiral desbocada, siempre hay algún tipo que se cree más listo y que piensa que puede llegar más lejos porque la piedad no forma parte de su muestrario de sentimientos. Claro que un golpe puede acabar con todo eso y, de repente, la cortesía se muestra falsa, amenazante y con una permanente interrogación hacia dónde pueden llevar los acontecimientos. Evidentemente, una de las reglas inamovibles de la ambigüedad se basa en tratar de manipular al más débil y, por supuesto, cuando desde las brumas de la insania se da el visto bueno a la crueldad ya no tiene mucho sentido seguir mirando. Se pierde todo atisbo de sutilidad y la tortura de la pérdida se convierte en el asesinato preclaro que se intuía desde el principio. Por eso, hay que estudiar detenidamente a quién se va a asaltar, quiénes son los propietarios de las mansiones que van a sufrir una invasión de desesperados sin demasiado cerebro. Lo demás es otorgar ventajas a los que disfrutan con el dolor. Y salvaguardar la paz con las rosas, con el cielo nublado, la casa caliente y la vejez en orden no tiene precio. Incluso con la seguridad de que, en algún lugar, hay gente que, por fuerza, debe tener algo de cariño por dos ancianos olvidados por la vida. Por fuerza.

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