A
veces, todos los remordimientos de un pasado que acosa sólo pueden ser
depurados con el fuego. Es posible que, en ellos, se halle la culpa de un
trabajo mal hecho, o de una decisión equivocada. Sólo es necesario echar sobre
ellos el combustible del olvido y dejar que se consuman para poder seguir con
una vida que, desde luego, se da por fracasada. No importa haber sido un buen
detective o tratar de llevar el deber hasta las últimas consecuencias. Nada de eso
será suficiente como para superar el trauma de la frustración y del error. La
muerte será un mal sueño que permanecerá siempre reconcomiendo el alma.
Es difícil llegar a
conclusiones definitivas cuando la contaminación del complejo de falta de
atención aparece en el rompecabezas. Tal vez sólo haya personas que necesitan
de sus quince minutos de fama, aunque sea perniciosa, para sentir que están en
el mundo para algo más que trabajar en la más oscura de las profesiones. Quizá
aparecer en el momento justo sea lo más adecuado cuando alguien intenta saldar
cuentas con el pasado y alguien más trata de apuntarse un tanto para el futuro.
El mundo está lleno de maldad e, incluso, los resquicios se llenan con un buen
puñado de maldades falsas.
Aún así, hay motivos
para pensar que hay alguna probabilidad de estar en lo cierto. Puede que
alguien crea conocer al culpable. Puede que haya una colina de pruebas
circunstanciales. Y para rematarlo todo, el individuo es tan despreciablemente
odioso que se desea, intrínsecamente, que cargue con las culpas porque no puede
ser de otra manera. Si, además, hace gala de una inteligencia perversa entonces
ya no puede haber más indicios que las apariencias. Y hará falta cavar más de
un agujero para poder confirmarlo.
No cabe duda de que el
director John Lee Hancock encauza bien la historia, con alguna que otra demora,
en la que la caza de un asesino en serie tiene, incluso, algunos rasgos de
originalidad. La oscuridad y la mediocridad se enlazan para sembrar dudas y la
película nos lleva por caminos polvorientos suficientemente atractivos. Sin
embargo, todo se desbarra a través de un final que no acaba de ser creíble y
que podría haberse solucionado de otra forma. Denzel Washington, como es
habitual, ofrece un trabajo excepcional en la piel de un policía que ya está de
vuelta, que ha fracasado y se ha hundido, pero que aún conserva algo de su
viejo olfato de sabueso. Rami Malek, muy condicionado por su físico, trata de
clavar miradas que delaten su ansia de éxito y de demostración. Jared Leto, en
su calculada ambigüedad, llega a ser tan rechazable que se pueden ver algunos
engranajes de histrionismo en su reiterada impasibilidad. Quizá la película
aprueba por los pelos gracias a la entrega de los tres y se vuelve a truncar la
posibilidad de ofrecer una historia que podría haber sido bastante notable.
Así que hay que adentrarse en el vacío de la noche para adivinar las verdaderas intenciones de todos los protagonistas. El asesinato sólo puede ser resuelto a través de la calmada observación, sopesando todos los elementos que intervienen. Ya se sabe que son los pequeños detalles los que pueden condenar o absolver y es tiempo de acercarse a la hoguera para quemarlo todo y vivir con la culpa o con la descarga de la conciencia. Los que asisten a la historia son los que tendrán que decidir y no es fácil decantarse por cualquiera de las opciones de inocencia o culpabilidad. El fuego lo depurará todo. Y sólo quedarán cenizas que quedaran grabadas en algún lugar de la siempre traicionera memoria.
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