jueves, 16 de noviembre de 2023

EL MAESTRO QUE PROMETIÓ EL MAR (2023), de Patricia Font

 

Hubo una vez un país que se dedicó a exterminar cualquier intento de formar mentes libres. Para ello, no se dudó en perseguir y acabar con todos aquellos maestros que seguían los preceptos de la Institución Libre de Enseñanza, basados en  instruir y educar el carácter, desarrollar cuerpo y espíritu, cuidar el respeto hacia cualquier forma de pensamiento, basarlo todo en la práctica, con viajes, excursiones, mantener vivo el interés de la infancia, alejarse de cualquier dogma oficial en materia religiosa, política o moral, enseñar a hacer, enseñar a pensar sin adoctrinar…Todo eso murió el 18 de julio de 1936…

Con algunos de estos preceptos se educaron nombres tan increíblemente ilustres como Leopoldo Alas “Clarín”, los hermanos Machado, Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, María Moliner, María Zambrano…pero también se intentó que unos cuantos héroes y heroínas sin nombre trasladaran este revolucionario y maravilloso método de enseñanza a los pueblos de ese país que, más tarde, persiguió al conocimiento, porque, al fin y al cabo, todo el mundo sabe que el conocimiento forma a librepensadores y son mucho, mucho más difíciles de manipular. Ante cualquier atisbo de crecimiento personal, ira. Ante cualquier asomo de cultura, religión en su parte más oscura y tenebrosa. Ante cualquier intento de libertad, muerte.

Un día, a un pueblo cualquiera de la provincia de Burgos, llegó un maestro catalán, aunque poco importaba su lugar de nacimiento. Él sólo quería dedicarse a lo que le entusiasmaba, que era enseñar. No creía en Dios, pero nunca dijo una palabra en clase en contra de la iglesia. Sólo retiró un crucifijo porque en la escuela laica que preconizaba la Institución Libre de Enseñanza, no cabía ninguna idea que debía ser sólo y exclusivamente competencia del niño y de su familia. Enseñó a los niños a leer con soltura, a hacer cuentas, a escribir e, incluso, editó unos cuadernillos con las composiciones literarias de sus chicos. Uno, especialmente, era muy importante. Se llamaba El mar, visión de unos niños que nunca lo han visto y sólo consistía en una serie de ingenuas redacciones sobre lo que creían que era el mar unos alumnos que nunca habían salido del medio rural. Y eso fue considerado peligroso, subversivo, susceptible de persecución, porque el maestro que hacía que sus alumnos experimentasen tanto quitaba cuota de autoridad al párroco y al alcalde e, incluso, a algún que otro padre que educaba con severidad a su prole. Ante el conocimiento, ira.

Y así es cómo muere el pensamiento. Dejando a los enemigos en fosas comunes, aunque no hubiera ninguna razón para ello. Sólo por envidia, por esa vieja costumbre española de odiarnos tanto que no nos podemos ni ver, por esa sombría mirada que inunda cualquier cosa o concepto que no comprendemos y que tendemos a apartar a manotazos o, lo que es mucho peor, a balas. Sin embargo, hay algo que prevalece en todo ello. La huella de esa formación, de esa humanidad recibida, aunque sólo fuera durante un curso escolar, perdura tanto que ni siquiera la pérdida de la razón podrá sumirla en el olvido. Y esa es la inmensa labor de los maestros y, también, su infinita responsabilidad. Todos hemos tenido algún profesor que nos ha marcado, que, de alguna manera, nos ha enseñado el sendero que teníamos que seguir para que fuéramos buenas personas, buenos profesionales, buenos ciudadanos. Y la bondad no está reñida con la protesta. Todo lo contrario. Es lo que hace que también seamos parte de un país que, tal vez, aunque mucha gente no piense lo mismo, no mereció sufrir tanto.

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