Durante algún tiempo,
hubo un guión circulando por Hollywood bajo el título de Blue Movie que fue considerado maldito. No era más que una sátira
del mundo del cine con escenas pornográficas. Una especie de película de
calidad, pensada para ser estrenada en circuitos comerciales, con escenas
sexualmente explícitas. Stanley Kubrick estuvo muy interesado en dicho guión
porque veía en él una oportunidad para explorar nuevas fronteras dentro de un
cine que no renunciaba a la calidad a pesar del sexo. Pronto descubrió que no
tenía muchas posibilidades de éxito y que el órgano encargado de la
calificación de edad de las películas jamás le daría permiso para exhibir la
película en salas de cine habituales. Luego, el proyecto estuvo en un cajón
durante años, hasta que Blake Edwards lo rescató. Sólo con las ideas
argumentales en mente, el director escribió su propio guión para que la
película llegase a las pantallas de todo el mundo. El resultado fue S.O.B.
Edwards introdujo
muchas de sus experiencias personales vividas en los rodajes de Darling Lili y Dos hombres contra el Oeste, le dio un aire de comedia salvaje y se
dispuso a reunir un reparto irremediablemente atractivo para dar vida a las
peores personalidades que se había encontrado en el negocio del cine. Empezó
con Julie Andrews, su propia esposa, a la que convenció para realizar un
desnudo, siguió con William Holden, Marisa Berenson, Larry Hagman, Robert
Loggia, Richard Mulligan, Robert Preston, Robert Vaughn, Robert Webber y
Shelley Winters. Y el resultado funciona sólo en algunos pasajes.
Todo se centra en la
figura de un productor que lleva varios fracasos seguidos y que ha empeñado
hasta su último dólar en realizar su nueva película. Sin embargo, la película
va a ser un fracaso más y no se lo puede permitir, así que decide convertirlo
en una cinta erótica y su mujer y protagonista, famosa por ser la actriz
preferida de los niños de todo el mundo, va a tener que desinhibirse bastante.
Lo malo de la película no es el argumento, ni las intenciones. Lo malo es que Edwards
concede todo el protagonismo a este productor, interpretado por Robert
Mulligan, y no le pone freno. Para entendernos de alguna manera, podríamos
decir que es algo así como si el Inspector Clouseau se hubiera metido en el
negocio del cine. Hay escenas divertidas, hay otras que el exceso preside
cualquier atisbo de idea, hay una crítica profunda y corrosiva hacia los que
manejan los hilos en Hollywood y hay una cierta sensación de que nada llega con
claridad, que es más importante la payasada que la comedia, que, al fin y al
cabo, estamos ante una película de hechuras formales impecables, de reparto
impresionante y de astracanada del quince y medio.
Y es que no es fácil intentar describir a los más variopintos canallas intentando poner una sonrisa en la boca. Es verdad que ellos también pueden ser unos payasos que tratan de sacar el beneficio de auténticos subproductos que deberían quedarse en la estantería mental de un enfermo ídem, pero sólo se puede aguantar un número limitado de situaciones de humor físico y desenfrenado porque el cansancio aparece y la sonrisa, esa que se busca porque se cree que puede haber un buen material de fondo, se queda a las puertas de los labios. Es como un puñado de buenas ideas que nunca llegan a ninguna parte. Y, además, es la última película que hizo el gran William Holden. Más vale comenzar a llenar el vaso y apurar hasta la última gota.
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