Jim Carmody ha estado
demasiado tiempo a los mandos de un avión y, después, haciendo trabajos casi en
régimen de esclavitud para un señor de la guerra chino. Puede que le venga bien
ponerse un alzacuellos como tapadera perfecta para una huida. Quiere dejarlo
todo atrás. Ya está bien de ametrallar aldeas, de quedarse con sus cosechas, de
hacer rico a un tipo que sólo sirve a su propio envilecimiento. Por aquellas
casualidades del destino, asume el papel de un sacerdote, un hombre muy
esperado en una misión en algún lugar de ese país tan gigantesco. Allí tendrá
que ejercer como tal porque su fachada es más importante que cualquier otra
cosa. Sin embargo, es importante no sólo para él, sino que también lo es para
todos aquellos que le rodean porque Carmody o, mejor, el padre O´Shea, reparte
esperanza y defiende a los más débiles y se deja la piel para que tengan
derecho a su porción de vida. El inconveniente es la señora Scott. Es
endiabladamente atractiva y, si Carmody fuera Carmody, no tardaría en invitarla
a unos tragos y susurrar algo en su oído. En lugar de eso, el padre O´Shea
tiene que escucharla en confesión y es ella la que susurra en el oído de él. Y
el rostro del falso sacerdote tiene que permanecer impertérrito, imperturbable
y transmitiendo una sensación de fortaleza y de consuelo. Quizá sea el último
héroe romántico en un lugar imposible.
Así que Carmody, más
allá de su cautiverio, empieza a saber leer en el alma de las gentes. Apenas
sabe lo que está haciendo, pero sigue con su instinto porque comprende que todo
se basa en la esperanza. Los señores de la guerra pasarán. El hambre pasará. La
necesidad se tornará en vida. Y el padre O´Shea tendrá que abandonar la misión
después de una improbable partida de dados en la que se juega algo más que su
propia existencia.
Humphrey Bogart está
perfecto en la piel de ese aviador reconvertido en sacerdote por necesidades de
la supervivencia. Sobrio, profundo, dando intensidad a un personaje que se
siente mal porque es un fraude, pero que, no obstante, es incapaz de renunciar
al engaño porque la gente le necesita. Gene Tierney, a pesar de las tremendas
dificultades que estaba atravesando en su vida privada, aporta belleza y
serenidad a un personaje que tiene que vencer sus deseos más ocultos. El punto
más débil de la película reside en ese señor de la guerra al que da vida Lee J.
Cobb. Histriónico, horriblemente maquillado y rematadamente falso porque parece
un ratero neoyorquino trasplantado a las estepas rusas, Cobb, un actor
habitualmente solvente, no supo dar con el punto de temeridad necesario, ni con esa tonalidad de sombra acechante que
tanto hubiera aportado. En vez de eso, tenemos a un estúpido que sólo quiere
recuperar al hombre que le llevaba el negocio del saqueo como nadie y que trata
de mantener una especie de camaradería imposible con el personaje de Bogart. Un
error.
Así que, tal vez, detrás de las oraciones, siempre haya algún hombre, que no tiene por qué ser de Dios, o alguna mujer que otorgue esa pequeña luz tan necesaria en la opresión, en la oscuridad y en el espinoso camino que resulta ser la propia vida. Es tiempo de conocer al padre Carmody y al aviador O´Shea… ¿o es al revés?
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