A
menudo se ha reprochado al cine no ser demasiado riguroso cuando se hacen
películas pretendidamente históricas. Y es bien sabido que el cine tiene
permitido esas licencias siempre que respete los códigos establecidos en los
primeros compases de cualquier relato. En esta ocasión, Ridley Scott opta por
el entretenimiento, contando hitos de la vida del general francés, pero
inventándose los cómos. El resultado es una película que, a pesar de sus
intenciones de espectacularidad y de servir como instrumento de ocio, parece
quedarse sólo en la superficie que otorga la pasión.
En hechuras y bordados,
Ridley Scott articula una cinta que se parece más a Waterloo, de Sergei Bondarchuk, con Rod Steiger de protagonista,
que a cualquier otra sobre el insigne personaje, apodado certeramente por
Arturo Pérez-Reverte como “El petit
cabrón”. Dejando bien claro que lo mejor que se ha hecho en este terreno
pertenece a la época muda y a la dirección de Abel Gance con el mismo escueto
título del nombre del emperador que se coronó a sí mismo, la película de Scott
no duda en centrarse, de forma un tanto melodramática, en el amor que Napoleón
sentía por Josefina y, desde luego, en su desmedida ambición de tintes
enfermizos. Joaquin Phoenix dibuja a un Bonaparte introspectivo, acertado en su
indisimulada reserva, ligeramente desquiciado, inevitablemente torpe en los
juegos eróticos e ignorante del patriotismo al que tanto apela. Por su parte,
Vanessa Kirby nos trae a una Josefina amante del juego sexual, sacrificada por
amor y expectante en el rincón, soslayando los exquisitos modales que adornaban
a la auténtica emperatriz y su valía de inteligencia y empuje de la que hizo
gala a lo largo de su vida. Y hasta aquí se puede escribir porque uno de los
grandes errores que comete Ridley Scott es no dotar a los personajes
secundarios de actores de cierta entidad, salvo a Rupert Everett encarnando al
Duque de Wellington que, con su gesto torcido, llega a ser bastante discutible.
Sin embargo, no hay que
dudar de que la película contiene virtudes muy valorables, como la exquisita
selección musical, el cuidado vestuario y, por supuesto, la espectacularidad de
la muerte en el campo de batalla, aunque las contiendas dejen bastante que
desear en el plano histórico. Como ejemplo, basta citar que Napoleón nunca a
lomos de un caballo al frente de sus tropas. Scott, además, toma como modelo
estético los múltiples cuadros que Jacques-Louis David realizó por encargo del
propio Bonaparte y eso eleva la categoría visual de la cinta.
Así que cuidado con esos oficiales oscuros que desean, ante todo, ser conocidos por la multitud porque ya se sabe que la popularidad puede ser un enemigo imbatible. No vale todo para mantenerse en el poder y mucho menos si se trata de conquistar objetivos comprometiendo el futuro de la nación. Más que nada porque el resultado suele ser nefasto y se acaba con la idea primigenia que se quiere defender. La ambición también puede llevar unas apuestas botas de caña, brillantes e imponentes, para deslumbrar al enemigo con palabras de supuesta grandeza que suelen ser tan falsas como una espada sin nombre. Las cesiones cotizan demasiado alto y, en ocasiones, el propio orgullo se confunde con el deseo del pueblo. No suele ser así. Hay que poner un límite a la ambición si no se quiere acabar desterrado en una isla en la que la libertad fue sólo un espejismo que pasó de largo porque no quiso acabar guillotinada.
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