En
una villa cualquiera, de esas en las que el tiempo dibuja el negro sobre los
muros impávidos de la lluvia gris, corren leyendas que han perdurado a través
de los siglos en las que los espíritus parecen no haber encontrado descanso.
Todos los años se organiza una representación de una crueldad sin límites
cuando la medicina era tan primitiva que se creía que Dios era el mejor galeno.
Mientras tanto, algunas personas han desarrollado un don que intenta, una y
otra vez, establecer comunicación con la víctima más inocente de aquellas
indecencias. La muerte, ya se sabe, le gusta jugar con el mundo de los vivos y
de los que ya no pueden protestar.
Las despedidas se han
sucedido en el mantenimiento de ese don sobrenatural que se mueve tan
fácilmente entre la credulidad y la falacia. Una niña lo posee y trata de
entrenarlo y dominarlo para salvar la única despedida que nunca nadie ha
querido experimentar. Y una mujer que mantiene la mitad de su rostro hundido
entre las tinieblas reniega de él porque no comprende tanto sufrimiento sin
sentido, tanto sentimiento herido, tanta desgracia que ha vaciado su corazón
sin relleno posible.
La directora Carlota
Pereda sorprendió con aquella Cerdita
que basaba su venganza en una cuestión de kilos para adentrarse ahora en el
difuso terreno de lo real y lo sobrenatural. Su escritura, durante la mayor
parte de la película, es nítida y hasta ejemplar. Durante ese período,
introduce elementos de inquietud, de incomodidad removida y hasta algún que
otro instante de turbiedad rechazable. Sin embargo, en la recta final, parece
perder el centro de visión y se tiene la sensación de que no sabe muy bien qué
es lo que quiere contar. Con ese defecto, la película llega al aprobado, pero
no ofrece mucho más aunque cuente con la esforzada interpretación de Belén
Rueda, que se está convirtiendo en la primera dama del terror español al igual
que Barbara Steele lo fue en el británico de los años sesenta. Y, por supuesto,
hay que destacar por derecho propio, la ingenuidad infantil maravillosa que
desprende la niña Maia Zaitegi y la ternura terminal que exhibe con seguridad
Loreto Mauleón. Incluso sorprende lo poco aprovechada que está la protagonista
de Cerdita, Laura Galán, en lo que
es, prácticamente, una aparición especial que brilla en apenas unos momentos.
Por lo demás, las hechuras de la película son notables, con una buena
fotografía y una cierta seguridad en la destreza de la planificación de Carlota
Pereda.
Y es que en el verde de algún pueblo de fuego y humedad se hallan esos muros que han separado cariños y que, muy a menudo, la muerte se ha encargado de edificar con piedras insalvables. Todo para que el infierno sea exclusivo de aquellas que saben mirar y soportar visiones horribles de putrefacción enfermiza, sangre de inocentes que fueron sacrificados para supuestamente salvaguardar la salud de la mayoría, madres de obsesión que quisieron mostrar los caminos del otro lado, despedidas de lágrima injusta asesinando la inocencia. Las fiestas demuestran también la indiferencia basada en la diversión cuando las llamas están ahí mismo, cruzando el siguiente prado, salvando la siguiente colina. El escepticismo trocará en acérrima creencia y la vida, quizá por última vez, se impondrá a la muerte…aunque el precio sea, siempre y sin solución, la soledad más dolorosa. Las piedras serán testigos. El fraude será desterrado. Sólo queda abrir los dos ojos y despejar el velo que nos separa de los lamentos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario