Los aplausos ya son
cosa del pasado. Su eco se ha extinguido. Tal vez, lo único que reste sea
enseñar lo que se sabe a aquellos que pueden necesitarlo. Puede que una prisión
no sea exactamente lo que uno piensa para ejercer la docencia en teatro, pero
es un comienzo. De alguna manera inexplicable, el antiguo actor ve algo dentro
de aquellos presos que quieren participar de un esfuerzo colectivo. Y ellos ven
una diminuta ventana hacia la libertad. La obra será Esperando a Godot, de Samuel Beckett, y va a requerir mucho tiempo
de ensayo y la colaboración de la juez y de la alcaidesa de la prisión. Y va a
haber que convencerlas porque no ven demasiada utilidad en que los reos ensayen
y ensayen como método de reinserción. Ellos se aplican. Y el profesor, antiguo
actor, consigue dirigirlos, moldearlos, arranca de ellos lo mejor que tienen
para ofrecer lo que siempre dan los que están encima de las tablas. Sin
embargo, hay algo más. Al principio, esos aplausos, esa admiración, esa especie
de magia que se establece cuando se está en el escenario ante una audiencia que
no se ve, está muy bien. Es algo nuevo que levanta emociones que no se pueden
describir. Con la rutina de los aplausos y de los elogios, también quieren ser
tratados como personas. No desean que se les cachee a la vuelta de una
representación, no quieren que se les confisquen las cajas que envían sus
familias para completar su dieta o su espíritu. Quieren reconocimiento también
detrás de los barrotes, esos mismos que, de vez en cuando, desaparecen para
poner en marcha el talento que nunca supieron que poseían.
Y, a la vez, para el
profesor, es una experiencia. Es un viaje sentimental hacia sus orígenes, hacia
sus conocimientos, hacia todo aquello que le hizo amar el teatro por encima de
cualquier otra consideración. Es vivir creyendo que se hace algo importante y,
lo que es aún mejor, es existir traspasando sensaciones a aquellos que ya
dejaron de aplaudir. Es aportar algo dentro de una profesión apasionante y, a
menudo, inusualmente dura. Es actuar de nuevo en el gran teatro del mundo.
No cabe duda de que es discutible la elección del director Emmanuel Courcol a la hora de narrar todo este viaje hacia la luz desde la oscuridad de una prisión mental y física con un aire exento de énfasis, como si todo lo que ocurriera delante de la cámara se hallara dentro de los territorios de la normalidad. No es así. Lo que ocurre es extraordinario y Courcol se reserva para un final en el que se explora la catarsis y la realidad. En cualquier caso, El triunfo es una película bien hecha, bien interpretada y bien construida, que llega en todas sus pretensiones y con la que se comprenden muchos extremos del sistema penitenciario y también del hechizo que siempre se desprende del teatro. Al fin y al cabo, es uno de los guardianes de nuestros anhelos, de nuestros sentimientos y de nuestras ilusiones. El teatro siempre nos habla a los ojos. Sea cual sea. Sólo en nosotros está la capacidad de responder, de moverse o de quedarse quieto en la butaca después de haber asistido al milagro de cualquier representación.
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