martes, 11 de junio de 2024

NAZARÍN (1959), de Luis Buñuel

 

Próximo jueves 13, de 18 a 20 horas, estaré firmando ejemplares de "Imprimir la leyenda (500 anécdotas de cine)" en la caseta 63 de la Feria del Libro de Madrid de la Librería Ocho y Medio. Os espero a todos. A ver si reventamos las ventas.

Dios no está en todas partes. Dios no está en ninguna parte. Dios está dentro del corazón de los hombres buenos. El problema está en que ya no hay hombres buenos. El Padre Nazario intenta vivir de acuerdo con sus creencias. Trata de demostrar que Dios existe a través de las buenas acciones que realiza todos y cada uno de sus días. Da lo poco que tiene, a menudo sin quedarse nada para él. ¿Dos monedas? Aquí tiene. Él se queda sin comprar pan. ¿Consuelo espiritual? Claro, siempre vienen bien unas palabras…a pesar de que él está vacío. ¿Cobijo? Duerme en mi cama que yo ya dormiré en el suelo. Y, sin embargo, esa actitud es tan aislada, tan poco común, que no se duda en hacerle daño, en echarle, en no concederle ninguna oportunidad. Y el Padre Nazario, ya sin su hábito, recorre los caminos tratando de sobrevivir, trabajando a cambio de un mendrugo de pan, siempre con la modestia, sin una mala palabra, sin un gesto de arrogancia, sólo con la humildad de ser un hombre que cree firmemente que Dios existe en el corazón de las buenas personas.

No obstante, el Padre Nazario es un ser humano. Y el ser humano, nos guste o no, es falible. Después de superar tentaciones de carne, de pecado, de enaltecimiento y de santidad, comete un error. Se da cuenta de que lo ha cometido y lo repara al instante, pero ahí, justo ahí, es donde es consciente de que la fe es quebrantable, de que Dios, al fin y al cabo, puede abandonar los corazones. Y de que deberá pensarlo todo dos veces para que su existencia de pobreza y sufrimiento tenga algún sentido.

Luis Buñuel dirigió esta adaptación de la novela de don Benito Pérez Galdós con una ausencia crítica de medios, pero también con una enorme precisión. Con la colaboración de Francisco Rabal como protagonista, que en algún momento parece que se piensa el papel, el maestro español consigue una película de valores, de reflexiones y de pausas, de muestrario de almas, de caleidoscopio de comportamientos. Y se llega a la conclusión de que el ser humano es disculpable porque sólo encuentra el silencio y la nada y que, por eso, Dios no debe existir. Se debería manifestar en las actitudes y en los modos y maneras, pero eso sólo es un estado mental que puede ser vencido por las circunstancias. La creencia no se debe manifestar con contorsiones fanáticas que entran de lleno en el ridículo y en la sobreactuación. La creencia debe ser algo que se practica todos los días, en muchos de los gestos cotidianos, en muchos de los caminos repletos de polvo y desprecio. Buñuel sabía que esos senderos existen y que ahí se halla la primera piedra de una posible creencia en Dios. No en cielos, ni en nubes, ni en estrellas, ni en imágenes, ni en construcciones. La mejor prueba de fe es la perseverancia en tratar de aliviar sufrimientos, de conseguir días mejores cuando el infierno parece sinónimo de la permanencia. Dios está, pero debemos hacer que esté.

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